Es tan veloz y variada la actualidad que parece un ejercicio inane y masturbatorio referirse a tiempos pasados aunque, en el fondo, las historias humanas no hacen sino repetirse con distinto soniquete, sin variar la partitura. Siempre hemos leído en los grandes relatos las nostálgicas referencias a tiempos pasados, al supuesto deterioro de las costumbres y valores humanos, al período anterior, como más valioso y estimable. Gran razón tenía Jorge Manrique, aunque haya sido una moda, pueril y ostentosa, abjurar del pretérito y negar que cualquier tiempo pasado fue mejor. En cierto sentido sí, porque sería extraño que alguien dejara de cambiar la tibia y despaciosa sangre por las alborotadas pasiones juveniles, aunque desembocaran en el fracaso. Y si somos, como alguien dijo, con notable petulancia, la medida de todas las cosas, instalémonos en una edad ideal como referencia. Lo mejor que tiene este tránsito es la improvisación y dificultad en prevenir lo que pueda suceder en el futuro, aunque sea a horas vista. Esa incertidumbre, ignorar cuándo sonará la última hora mantiene en vilo a las especies. Lo que venga después, dígase lo que se diga, es inimaginable y algunos cerebros que intentaron preocuparse de las circunstancias extravitales, como Nietzsche y otros, terminaron como la tartana del Chirri, expresión local para designar el desarreglo mental. Completemos: el que venga detrás, que arree.

Lo cierto es que quienes somos muy longevos -demasiado según estimaciones aceptables- sostenemos ante la irremediabilidad de las cosas una postura que carece de interpretación y asumimos que el gran misterio estriba en su propia naturaleza: como es un misterio, no puede ser conocido y ahí está el busilis.

Nos queda la experiencia, los pasos andados por los predecesores, los aciertos -tras habernos opuesto con todas nuestras fuerzas- y los errores, de los que jamás aprendemos. Queda un pequeño huertecillo consolador, para quienes, a falta de otras malicias, dedicamos algunos segundos diarios a preguntarnos qué hacemos, todavía, en este mundo. Es el simple compendio de la experiencia, tan denostada por los intelectuales, esos tipos a los que nunca se les ocurren cosas originales pero que están siempre prestos a criticar y devaluar lo hecho por otros. Cierta suerte de humildad adquirida con el tiempo me ha llevado a considerar que gran parte de la sabiduría humana está encerrada en algo que no siempre es apreciado: los refranes, proverbios, enseñanzas breves para retener, con la extensión medida para una general comprensión. Los pedantes -y buena parte de los tontos del culo- reniegan de esos genéricos conocimientos, en muchas ocasiones por infundada soberbia.

No soy partidario de extender la cultura como la ración escasa de la mantequilla sobre la exuberante tostada; ya se expresó en los muros de la Sorbona en el 68: «Cuando menos hay, más se esparce» y creo que los grandes bienes de la Humanidad deben ser considerados productos raros y valiosos de la cultura que exigen, por lo tanto, preparación, conocimientos y amor del que la masa está desprovista. Creyendo que todo el mundo tiene derecho a disfrutar de la hermosura creada por el hombre o de la propia Naturaleza, sería humano enseñarle a disfrutar de ello pues sólo se goza con lo conocido.

Cuando los socialistas de González decidieron abrir los museos a las masas, estuvieron apunto de acabar con ellos. Había un trasfondo de negociete, de decoradores codiciosos que entelaron el Museo del Prado, levantaron suelos de madera, pavimentaron de cemento algunas salas y lo que no se pudieron llevar allí quedó patético. Por aquellos amplios pasillos de la planta baja circulaban los jubilados, charlando de sus cosas inanes, comentando jugadas de la garrafina, cotilleando y mintiendo como saben hacerlo los desocupados. Mientras, bandadas de niños correteaban entre los severos lienzos, sin alzar una sola vez la mirada, sentándose en el reborde de los pesados y enormes marcos dorados y pegando el chicle sobrante en los marcos de las obras maestras. Un concepto patrimonial destructivo al que se ha puesto coto afortunadamente, aunque siempre defendido del embate de los ignorantes. Ha faltado el ingrediente primigenio: enseñar a entender el arte, ver y admirarse de la profundidad de un paisaje, escrutar las aviesas arrugas de un rostro malicioso, reposar ante la limpia mirada de una virgen flamenca o el gravoso pasado de un anciano. Para muchos, la cultura era entrar donde antes solo iban los entendidos, no por entendidos, sino porque eran unos pocos.

Lo vemos ahora con ese grotesco y amadamado alcalde de Marinaleda, sobornado por la Junta, sobre las fincas de Andalucía como si desfilara con sus pamelas sobre la pasarela. En un país, donde solo una parte es productiva -incluyamos por justicia a los funcionarios- esas demostraciones retro de unos ácratas gandules -quizás haya otra calificación más ajustada- son una vergüenza que nos llevaría a negar que somos españoles en cualquier parte. El Gordillo y su disfraz de café cantante, son, para mí, una demostración sonrojante de lo que debe quedar recluido en los escenarios o los platós de un pasado irrecuperable.

No es asunto de ahora y reconocemos como si hubieran sido escritas ayer amargas consideraciones sobre la escasa calidad moral, ética e intelectual de los celtíberos, tomados en conjunto. La prueba es lo que votan, porque les falta incluso el discernimiento de la variedad, ya que no intentan prevalecer unas opciones políticas sobre otras. Son lo más parecido, por necesidad, ya que están perpetradas por gentes de la misma extracción. El español se mueve por resortes mentirosos y se recrea en el error. Una falsedad es repetida, copiada, insistida y acaba convirtiéndose en artículo de fe, no importa cual sea su entidad. Docenas, cientos de veces, se ha explicado la verdadera historia del «Guernica» de Picasso, pero reflota el embuste oportunista. De los hechos ciertos, la propaganda retorció la verdad y ya no hay quien crea en ella.

Pablo Picasso, un indudable genio, fue requerido para que colaborase con el pabellón español en la Exposición Internacional de París, de 1937. Uno de los que le visitaron para hacer el encargo fue José Bergamín, a quien traté fluidamente hacia el final de su vida, al ofrecerle una colaboración literaria en mi revista «Sábado Gráfico». Era hombre vivo, inteligente, inquieto y trapacero. Se había exiliado un par de veces, algo arriesgadísimo en España, pues la última vez que volvió la mayor parte de la gente le dio por muerto. La relativa notoriedad del semanario le devolvió al candelero, hasta que, en medio de unas muy cordiales y afectuosas relaciones personales, le rogué que modificara o rehiciera su artículo semanal, algo que no quiso hacer. Hubiera supuesto el secuestro de la publicación y un daño económico injustificado, ni por José Bergamín ni por la dama que le trajo al mundo. Debió, en aquél tiempo, darse un golpe en la cabeza, porque dejó Madrid, su ático maravilloso en la Plaza de Oriente y fue a vivir con una hija al País Vasco. Bergamín era de origen italiano y su padre un gran político y tan acreditado personaje que, pese a sus tendencias republicanas, la reina María Cristina le llamó a Palacio para pedirle que fuese su albacea testamentario. Dicen que, con todos los respetos, manifestó a la soberana el matiz de sus predilecciones políticas y la Reina contestó que le elegía por su honestidad y capacidad. Lo cual es un buen elogio. Bergamín siempre estuvo renuente a hablarme del «Guernica», pero en conversación a la que asistía otro buen amigo, un conspirador nato llamado Paco Aldave, reconoció que el nombre del famoso cuadro era una coincidencia propagandística.

Veamos: la comisión se le hace en abril de 1937, con destino, como queda dicho, al pabellón español. El pintor, que estaba siempre en guerra con su bragueta, se hallaba en trámites de divorcio con su esposa Olga, que le reclamaba, como es de suponer, una pensión alimenticia para la hija de ambos. En ese tiempo andaba deshaciéndose de una amante, María Teresa, y enganchando a una pintora, Dora Mar. Quienes conocían a Picasso le tenían por hombre rara vez generoso y pleiteaba como un energúmeno para rehusar el pago del subsidio familiar, y para ello argumentó legalmente que su situación era de tan extrema necesidad que, teniendo un cuadro importante encargado, no podía ni siquiera comprar los colores necesarios y se veía obligado a realizarlo en negro, como así aparece.

Ni siquiera fue expuesto. En representación artística de la República española aparecieron esculturas de Julio González y una «Cabeza de Mujer» del propio Picasso. Cobró por el cuadro 200.000 francos y otros azares llevaron al lienzo hasta lo alto de la escalera del Guggenheim de Nueva York. La idea de la obra representativa parece que fue la de un homenaje a la muerte del torero Ignacio Sánchez Mejías. ¡Ah! Las bombas que un descerebrado piloto de la Luftwaffe dejó caer sobre el pueblo de Guernica cayeron el 26 de abril de 1937 y la Exposición parisina duró del 25 de mayo al 25 de noviembre de ese mismo año. Hagan cuentas para ver si puede pintarse en ese tiempo un cuadro.

Me comentó Aldave -y lo he leído en varios sitios- que bajo los ventanales del estudio parisino pasó una manifestación de protesta por el bombardeo del pueblecito guipuzcoano -donde hubo 126 muertos, cifra algo inferior a los 6.000 o 7.000 que jamás se habían reunido allí- de donde tomó el título. Produce cierto sonrojo que alguien piense que no es el «cuadro del siglo XX», ni que los cartones y diseños que acompañan a su exhibición sean formidables, pero vaya usted a convencer a un lector de las «Enseñanzas sobre la Ciudadanía» o las mentecateces impulsadas por el patético Zapatero y coleguis, de que Guernica no fue la Rendición de Breda y que el enorme lienzo deje de significar el duelo por un torero muerto.