J. C. G.

-¿Qué ha cambiado, como escritora, en estos 25 años?

-Me parece que nada. Yo sigo utilizando el lenguaje igual, incluso cuando hago eso que se llama literatura infantil y juvenil: no rebajo para nada, salvo lo que tenga que ajustar a la anécdota que estoy contando. Pero siempre digo que yo no hago literatura puré. Un lector joven, y quiero decir con esto un niño o una niña, tiene derecho a conocer todas las palabras de su lengua. Y yo como escritora me considero obligada a que esa persona aprenda un puñado de palabras con cada libro que lee. Un diccionario no es un cementerio de términos; es una almáciga, un vivero, un almacén de seres vivos que están ahí para recuperarlos. Me encantan las cosas viejas, las antigüedades.

-¿Y en el país?

-Curiosamente, el día que se presentó «Cantiga de agüero» aquí, en un llagar, se cumplía el primer año del 23-F. Era Martes de Carnaval. Los cambios se producen a pesar del inmovilismo de la gente o de la resistencia al cambio. Se cambia. Hay un desgaste y un resurgimiento de las cosas. Pero ha habido cambios. Se me ocurre, como anécdota, lo de la «neogamia»; como la gente se resiste a llamarlo «matrimonio», yo lo llamo así. Claro que han cambiado cosas en este país.

-¿Y en lo literario?

-También ha habido cambios, Pero, desde luego, no me parece que hayan sido para mejor. Incluso en la prensa, yo encontraba antes mucha más gente que me apetecía leer, mucha más calidad literaria. La mano va sola en busca de sus columnistas favoritos en cada periódico, pero cada vez encuentra menos. Y eso que hay muchísima gente escribiendo. Pero todos escriben aburridísimas anécdotas personales... Y en novela, lo mismo.

-¿Qué le parece el premio de este año?

-Seguramente sea una novela fantástica; no puedo decir otra cosa sin haberla leído. Pero es significativo que el tema sea la novela esotérica de moda, aunque sea en clave de parodia. Cuando yo escribí «Cantiga» mi única preocupación era otra: el lenguaje. Tocarlo, manejarlo, sentirlo...