Días pasados fui a la capital, no marítima, del Principado a visitar a un amigo hospitalizado. Una vez me hube apeado del confortable tren, tomé la escalera mecánica y me fui por el altillo de la estación caminando entre farolas, fontanas y parterres hasta que se acabó la bicoca de planicie y empecé la escalada...; me detuve en el antiguo Carlos Tartiere para ver el Calatrava Producciones, y debo decir que se me sigue pareciendo a un catamarán varado por falta de calado (a quién se le ocurre encorsetar tan «in» y emblemática obra, que el tiempo haga, en tan angosto paraje). Seguí en mi particular 8.000 y llegué, por fin, al Instituto Nacional de Silicosis con la sensación de haber coronado el Angliru. ¡Qué lejos quedan los años en los que tras haber subido a pinrel bajaba desde Medicina (otra rampa cojonuda de premio especial de la montaña) hasta la calle de San Bernabé para tomar el bollo de chorizo de El Manantial y el blanco de Nava con patatitas del González para volver a ascender. Tras la visita, me fui por Llamaquique (añorando, además de los circos que ahí se instalaban, el Adosinda de Chus Quirós, suplantado en la actualidad por una farmacia de dudoso gusto). Plaza América, calle Cervantes, calle Uría... y disfruta, al fin, de la belleza arquitectónica y peatonal ovetense. En cualquier caso, cuando me senté en el vagón de vuelta a mi incomparable y plana city debo de confesar que, a pesar de que camino a diario, estaba mayáu. Bien me extraña que el emprendedor de don Gabino no se le haya ocurrido aún, por aquello de la calidad de vida, poner en su coqueta ciudad una red de funiculares.