Amén del bicentenario del 2, el 5, el 9 y el 25 de mayo de 1808, tampoco el 4 de este mes iba a ser menos, siendo como es el día del tránsito, en Ostia, de Santa Mónica, madre de San Agustín; día, precisamente, en el que, en Tarancón, hermoso pueblo de la Cuenca, vino al mundo otro afortunado Agustín: don Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, hijo del señor Muñoz Funes, don Juan Antonio, y de su esposa, doña Eusebia Sánchez, que pasados veintinueve años, siete meses y 24 días, casaría secretamente, bajo la bendición del clérigo, naturalmente de taraconense, don Marcos Aniano González, en habitación reservada del Palacio Real de Madrid, con la viuda de tres meses de su católica Majestad don Fernando VII, el Calígula de su tiempo, nuestra «ama», su Majestad la Reina doña María Cristina de Borbón y Dos Sicilias, de aún hermosos 31 años de edad, de cabello castaño, ojos pardos y serenos, que negros parecían a cierta distancia, «y que sin ser grandes -escribiría el adulador de turno-, resultaban expresivos y dominantes»; nariz más bien grande, sin ser borbónica; de tez blanca y rosados pómulos; la boca graciosa, la dentadura completa, el cuerpo esbelto... Así la retrató don Vicente López, y así la vio su don Agustín, el bello mozo, guardia entre los guardias del regimiento de los Guardias de Corps.

Con ocho retoños, dos nacidos en El Pardo, tres en el Palacio Real y otros tres en la Malmaison de París, premió el cielo la unión de la reina y el guardia de su cuerpo, cuya coyunda se santificaría definitivamente once años después de la primera dudosa bendición, octubre de 1844, al regreso del primer exilio del matrimonio, de mano del obispo de Córdoba, monseñor Juan José Bonel y Orbe, con las amonestaciones dispensadas y los siete hijos bien hermosos y crecidos.

Sobre la familia de los muñoces llovieron las mercedes y los títulos de Castilla, nada menos que dieciséis en varias tacadas; y sobre el clérigo taranconero, una capellanía de honor, la administración del Buen Suceso, una prebenda de Lérida, y el deanato de La Habana... «A generosidades» -dijo Isabel II- «pocos nos ganan».

Muñoz fue duque, y mucho se lo debió a Donoso Cortés, que para conseguirle el título de Riánsares tuvo que vencer algunos reparos en el personal del cuarto de la Reina; abierto el camino, los hijos de la pareja fueron duques, condes y marqueses; y por no secar doña María Cristina, con su insaciable sed de oro, las fuentes del tesoro del reino de España, los cónyuges decidieron entrar de consuno en el real mundo de los negocios reservados, nacionales e internacionales; y para nuestra suerte, la apartada Asturias no se vio preterida en sus planes.

París, los millones idos a París; Roma, los millones idos a Roma, procedentes de los ferrocarriles, los caminos, las minas, la sal y de todos los agios que inventó el embaucador Salamanca, el socio financiero. Se decía en París: «No existe en España un sólo negocio industrial en que María Cristina, o el duque, no tomen parte», ni siquiera el prohibido tráfico de esclavos estuvo fuera de sus actividades.

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