Hasta la finalización de la contienda civil en 1939, se permitía, lo mismo que la venta ambulante por las calles gijonesas, la actuación de personas aquejadas de algunas anomalías físicas que, haciendo gala de sus conocimientos y oficio, trataban de obtener beneficio económico que les ayudase al sustento. La mayoría eran foráneos, aprovechando que la villa -en los meses estivales- acumulaba gente más o menos pudiente, puesto que los nativos se favorecían más o menos de las vicisitudes que proporcionaba la población; no existía la Organización Nacional de Ciegos, ni ninguna estructura social que proporcionase recursos a los poseedores de minusvalías; por tanto, los invidentes detentaban necesidad dineraria para así superar a la familia en su mantenimiento. Muchos desarrollaban sus estudios o facultades en bandas y orquesta de baile; otros con menos suerte tañían sus instrumentos en la calle tratando de obtener el beneplácito o conformidad de los escuchantes y paseantes, obteniendo una dádiva a cambio de que experimentasen satisfacción y placer en ciertos momentos de la representación.

Por ser el casco urbano de la villa no muy dilatado, eran más bien escasos los ejecutantes que intervenían por las calles, destacando el denominado Cayetano, ex soldado en Cuba, con ocasión de la guerra de 1898, quien rasgueaba su vieja guitarra, a la par que entonaba guajiras, canciones cubanas. O «Coque», modulando coplas de tono picante, malicioso y atrevido. O el gallego Adolfo, que presumía de pulsar admirablemente las cuerdas de su violín y en la ocasión en que la recompensa no la consideraba precisa, se enfadaba, recogía sus bártulos y cambiaba de ubicación. José de la Vega, oriundo de la villa, cegado, había pertenecido a la Banda Municipal (fundada en 1899, siendo director José Garay, con paga de 250 pesetas mensuales, posteriormente subdirector de la Banda de Madrid), manipulando el clarinete, pero al final, descuidó sus facultades, emitiendo solamente sonidos irregulares, vacilantes, inacordes y sin ritmo. Le cupo el honor de componer un himno a la República.

En cuanto a conjuntos musicales, el más emblemático residía en Madrid, compuesto por cinco concertistas -todos ellos invidentes- que se situaban en el frontal de los cafés de Corrida, en horas de mayor afluencia, ejecutando pasajes de las principales zarzuelas, tan de gusto de los gijoneses, incluso de óperas famosas. El grupo lo formaban tres violines, una flauta y un contrabajo, con la supervisión de un lazarillo, encargado de recoger los donativos. Apoyados sucesivamente con una mano en el hombro, variaban el rumbo o retornaban a la pensión.

Otro tema interesante para los gijoneses, veraneantes y «foriatos» (forasteros), consistía en el emplazamiento, en lugares estratégicos, de organillos (pequeños pianos portátiles que sonaban por medio de un cilindro con púas, movido por un manubrio), manejado por un hombre -de los madriles, con pañuelo al cuello, gorra de cuadros, pantalones comprimidos y chaleco- con la mano y en plan chulapo, con el codo. El rodillo contenía composiciones melódicas de chotis, pasodobles, zarzuela, ópera y como enseña de los organilleros, se mencionaba a «Patona», utilizado por su dueño para la venta de lotería.

Distinto escenario lo ocupaban saltimbanquis, equilibristas y titiriteros, en la zona del Humedal que, con el desmantelamiento de las defensas recientemente y por tanto al pavimento en estado precario y deficiente, poseía espacio amplio para su actividad y la presencia del público.

En cuanto a los animales amaestrados, muchos de ellos de tanto trabajo se caían de puro agotamiento, amén de la escasez a la hora del yantar. Entre los más famosos que trasladaban a la ciudad estaba el oso «Nicolás», viejo, sin pelo, enorme de tamaño -eso por lo menos les parecía a la grey infantil- portando un bozal, por precepto legal, para evitar una dentellada ante un gesto osado. «Nicolás» actuaba alzándose sobre las patas traseras, proporcionando giros sobre sí mismo e imitando unos pasos de baile, al compás de un pandero manipulado por su dueño, a la vez que éste le animaba con la frase: «baila, Nicolás, baila, no te quedes atrás».

La mona «Mariana» realizaba cabriolas, sujeta a una balda por medio de una cadena. Resabiada -los adolescentes no cesaban de hacerle trastadas, tratando de pellizcarla- se volvía, con la resolución determinante en sus vivarachos ojos de facilitarle un «taragañu» a los menos dinámicos. Una cabra -también artista- se mantenía de una manera inverosímil sobre un taburete, cuya base no era mayor que una baldosa, a los acordes de trompetista, de raza gitana.