Dos docenas de obras de Juan Gomila cuelgan en la galería, muy pocas del año 2008 y la gran mayoría del actual 2009. Obra reciente de Juan Gomila (Barcelona, 1942), que llegó a Gijón de niño en 1948 y aquí vivió durante 18 años, antes de lanzarse al mundo en pos de su carrera.

Siempre me interesó su obra, que veía en la galería Durero. En el otoño de 2008, el Museo Barjola le dedicó una retrospectiva y entonces escribí una reseña dando cuenta de su temática, premios y singular trayectoria. (Ver «La humanidad aparente de Juan Gomila» LNE, 31 octubre 2008).

Nos encontramos en la galería y esta vez charlamos acerca de cómo pinta, de cómo construye y trabaja su obra. Hay muchas franjas o tramas en los cuadros de Gomila. Los personajes parecen sacados de un grupo de urbanitas que atraviesan a semáforo abierto un paso de cebra multicolor. Aunque algunos de ellos están tomados de dos en dos, cara a cara, abrazados o en diálogo, no hay que llamarse a engaño. Es el resultado de un recorte entre la multitud. Pueden cruzarse de lado a lado de la calle, pero no se hablan, no se comunican. Pueden estar distanciados y sólo les acerca el teleobjetivo de la cámara digital, con la que a veces trabaja el artista. Pueden ser dos siluetas superpuestas al tejido pictórico previo, por necesidades de la composición. Tal es el contenido de la obra de Juan Gomila, que expresa la gran mentira de la sociedad de consumo, esa sociedad que ensalza aparentemente al individuo, pero sólo como cliente o comprador, como maniquí necesitado de vestir a la moda, comer a la moda, viajar a la moda, comportarse al modo políticamente correcto. El ser que necesita de perfumes, collares, relojes, zapatos, suplementos, coches, trajes, vinos y un largo etcétera para expresar una personalidad de la que carece. Porque vive de fantasías y vulgaridades, le venden lo que a todo el mundo, no tiene pensamiento propio, abjura del juicio crítico, le han convencido de que todas las opiniones son iguales, permite que a su alrededor sucedan cosas poco sensatas. Y eso desde que nace hasta que muere, desde los pies a la cabeza.

El trabajo de Juan Gomila comienza trazando algunas bandas de arco iris en el entorno de unas siluetas definidas. Luego va destruyendo esa silueta, recortándola a veces con furia, comiendo un trozo aquí y otro allá. Y recomponiendo el resultado, armando el puzle hasta dar por finalizada la obra, cuando el artista siente que ha llegado a un equilibrio de composición y de color. La hora de decir basta, el momento de tomar la decisión de no tocar más la tela porque la obra está cerrada y terminada, es siempre difícil. Diría que el cuadro de Juan Gomila se parece a un tejido, en el sentido de que hay unas bandas que son la urdimbre y una figura entreverada que se cruza y superpone a modo de trama, que aparece y se oculta como el Guadiana. A veces el artista enmarca con vidrio su obra, buscando luces que distorsionen un poco más la figura o que permita al espectador formar parte del cuadro, sentirse integrado como personaje al verse reflejado en el espejo fugitivo. (Esto buscaba Francis Bacon, que ponía cristales a todas sus obras, dice Gomila.) Pero en general prefiere que el público sienta la pincelada y el color en vivo y en directo, sin barreras interpuestas.