No sé quién se había referido a la audición celebrada anoche en el teatro Jovellanos como «concierto de Semana Santa», denominación que en sí misma es acertada, ya que el programa ofrecido calzaba perfectamente con la religiosidad de las fechas, pero lo más sugerente es el compromiso de continuidad que implica. La riqueza de las composiciones sacras, sus bellísimas polifonías rinden infinitas posibilidades de conmemoración, de manera que esperemos que el acontecimiento se convierta en un clásico.

Tres cuartos de entrada; los habituales más un grupo de bisoños que se delataron por su insistencia en aplaudir en las pausas entre movimientos. Vergüenza ajena, con lo fácil que es acogerse al exordio «donde quiera que fueres, haz lo que vieres». La «Sinfonía 49 en Fa menor», de Haydn, titulada «La Pasión», abrió el concierto con todos los efectivos de nuestra ilustre OSPA en escena, y su director, Maximiano Valdés, al frente. Tras un inicio algo frío -hubo quien comentó que a esta orquesta le ocurre siempre, pero en seguida se atempera-, se impuso la trágica belleza, el dramatismo de un relato tan bien contado que llega a emocionar, para sumirnos después en la desesperanza. Si todo eso es capaz de trasmitirlo la música, estamos ante una magistral expresión artística, pero de doble sentido; al mérito del compositor debe sumarse el de sus intérpretes, en este caso nuestra orquesta sinfónica.

La segunda parte del concierto situó a más de cien personas en el escenario, ya que a los músicos hubieron de sumarse el Coro de la Fundación Príncipe de Asturias y los cuatro solistas, para interpretar la «Misa glagolítica», del compositor checo Leos Janacek. Confieso que nunca había escuchado esta obra, escrita por el autor cuando contaba 72 años e inspirada, dicen, por una pasión amorosa. Lo cierto es que el sentimiento de religiosidad brilla por su ausencia, si acaso se trasluce cierta melancolía, algunos matices folclóricos y brillantes aires festivos. Para colmo, se utiliza el idioma gaglolítico, así que es difícil diferenciar el «Gloria» del «Agnus Dei». Pero, dicho todo esto, la obra es magnífica; aquel inicio, sólo de cuerdas... El pasaje de los violonchelos a los que lentamente se suman las violas, el órgano de final...

Punto y aparte para el Coro de la Fundación: soberbio. Hay que felicitar a su director, José Esteban García Miranda, por el trabajo que ha hecho. Los matices, el empaste, la expresividad están cuidados al máximo, además de haber reunido un conjunto de voces perfectamente equilibrado en sus cuerdas. Son un lujo. De los cuatro solistas hemos de decir poca cosa, ya que sus intervenciones fueron muy breves. El mayor papel correspondió a la soprano, la alemana Christiane Libor, dotada de un timbre precioso. El tenor, Carsten Süb, muy bien, aunque nos hubiera gustado escucharlo más. En cuanto al bajo Fiedemann Röhlig, no creo que su canto llegara a dos minutos, y no digamos de la mezzosoprano Heike Wessels, allí sentada, monísima y muy bien vestida, aleteó su voz un instante, cantó dos palabras y punto final.

Con todo ello, noche espléndida, sobresaliente. Respecto a la «Misa glagolítica» tomamos nota, esperemos que conste en la magnifica colección que mantiene Nacho Morán en la plaza de San Miguel, la única casa discográfica clásica que sobrevive en esta ciudad.