Que el público gijonés se muere por el ballet es algo bien probado, ahí está, por si faltaba, la prueba del nueve para certificarlo. Noche del sábado, fútbol en sobredosis y por todos los medios, incluido el frenesí del Molinón, crisis que no cesa, tiempo desapacible, lluvia, y el Jovellanos lleno hasta la bandera para asistir al espectáculo ofrecido por «American Ballet Theatre». Al final de la velada, con la concurrencia cerrada en aplausos, algunos espectadores puestos en pie... ¡Ah!, cómo le cuesta al público gijonés ofrecer esa cortesía que es demostración última de reconocimiento a la excelencia. Decíamos, concluida la función, que la extraordinaria calidad del espectáculo es de las que hacen historia, hay nombres, como el de Meaghan Grace Hinkins, Skylar Brandt o Alberto Velázquez, que han de quedar en los anales de nuestra experiencia más sublime. Un día, cuando pueblen el firmamento más internacional con luces de primera fila, diremos, a esas estrellas las vi yo una noche en el Jovellanos. Si no al tiempo...

La sesión se inició con el número titulado «Barbara», una coreografía moderna sustentada en la escuela clásica. Cuatro parejas ataviadas en blanco y negro, ausencia de escenografía y como acompañamiento musical la voz de una cantante francesa asistida de contrabajo y piano. Al principio lo estimamos como original y sin duda meritorio dado el extraordinario nivel técnico de sus ejecutantes, pero el montaje hubiera resultado mucho más interesante en caso de reducirlo a la tercera o cuarta parte de su duración. Siete canciones interpretadas por una voz femenina, nada sobresaliente, desafinada en ocasiones y con claros problemas para acceder a las notas más altas, acaba por aburrir. La canción francesa, salvo honrosas excepciones, suele tener muy poco ritmo, recae con facilidad en el recitativo, de manera que es muy difícil conjugar música y movimiento, base primordial de la danza. Dudábamos si las partituras correspondían a Jacques Brel, quizá, nos sonaba, «Un homme qui n'a pas peur...», pero aun así siete es demasiado. Esta es la única objeción, el resto un prodigio de belleza, una categoría digna del mejor escenario internacional.

Todo está inventado, el «pas de deux» del célebre «Don Quijote» nos transportó al mundo de las emociones, su bailarina ofrecía un recital de técnica, gracia, y arte, todo adornado con ese punto de arrogancia que sólo presta la seguridad. Aquí estoy yo, señores. El Jovellanos se venía abajo. «Allegro brillante», perteneciente al «Concierto n.º 3» de Tchaikovski, y montado por el ruso Balanchine, uno de los coreógrafos más sobresalientes que tuvo el siglo XX, ofreció una vistosa y original exhibición de danza.

Tras el descanso, «Interplay», un número moderno, alegre, y multicolor dio camino al «pas de deux á trois» de «El Corsario», nueva muestra de brillante individualismo. El espectáculo se remató en hermosura, suele suceder que lo mejor se deja para el final aunque en este caso es difícil definir dónde estaba la excelencia. Diez bailarines, formando un grupo muy homogéneo en calidad artística, movidos por la música de la «Novena sinfonía» de Beethoven, bajo una exquisita iluminación y una oportuna niebla que surgía de los fondos escénicos, trazaron uno de los momentos más líricos. Extraordinaria sesión de danza.