El «botellón» es, sin duda, un reto para los poderes públicos. Para abordarlo eficazmente debemos situar el debate en sus justos términos: el «botellón» es, ante todo, un problema de convivencia. Aclaro este punto porque en Gijón el fenómeno sólo ha alcanzado notoriedad desde el momento en que ha afectado al bolsillo de los hosteleros del centro de la ciudad. Atacar el problema desde una perspectiva económica es uno de los peores errores que podríamos cometer y, sin embargo, ésa parece ser la intención del nuevo equipo de gobierno, que se fija en la ordenanza de Bilbao como modelo de referencia.

Una ordenanza de tipo represivo, como la que se está planteando, que exija un control policial sobre las zonas de ocio más frecuentadas resultará a todas luces ineficaz. La Policía puede vigilar los espacios centrales de la ciudad, pero no puede mantener un control efectivo sobre todos los espacios públicos susceptibles de albergar «botellones». Si la normativa pretende prohibir el «botellón», tal vez consiga expulsarlo del centro; protegerá así los ingresos de los hosteleros y la paz de los vecinos de esta zona; pero los trasladará a otros barrios. Reprimiendo, uno puede dispersar el problema, pero no solucionarlo.

Por otra parte, el artículo 2.2. de la ordenanza bilbaína considera «botellón» únicamente el consumo de bebidas «no procedentes de locales de hostelería». ¿Acaso se trata de eso? ¿El «botellón» es un problema porque reduce los ingresos de los bares? Entonces prohibamos también los picnics, porque perjudican a los merenderos. Igual que uno tiene derecho a irse de picnic, debe tener derecho a beber con sus amigos en una plaza, siempre que no moleste a sus vecinos.

¿Es censurable, en sí mismo, beber alcohol en la calle? No lo creo. En nuestras terrazas, sidrerías, fiestas, romerías, siempre lo hemos hecho y no ha supuesto un problema grave para la sociedad. ¿Cuál es, entonces, la particularidad del «botellón» para que esa forma de consumir alcohol resulte reprochable? Lo que convierte el «botellón» en un conflicto social son los problemas de convivencia que, en un momento dado -pero no de manera irremediable-, puede llegar a generar.

Y es ahí donde deben actuar los poderes públicos: en esos momentos en que puntualmente se alcance el extremo de que el ocio de una minoría perjudique la normal cotidianidad de sus vecinos. Prohibir el «botellón», sin matices ni alternativas, es matar moscas a cañonazos. El ocio en la calle no debe ser un delito. Puedo imaginar perfectamente un «botellón» en el que los extremos estén controlados y no se sobrepasen los límites del respeto mutuo, siempre y cuando el Ayuntamiento, los vecinos y la juventud tengan voluntad de entenderse. Jóvenes y vecinos mantendrían reuniones donde se acotarían horarios y espacios para la celebración de «botellones»; mediadores juveniles vigilarían el cumplimiento de las normas más básicas de higiene y respeto; el Ayuntamiento instalaría contenedores adicionales de reciclaje para facilitar las labores de limpieza de los propios jóvenes; se ofertarían amplios programas de ocio alternativo y las asociaciones que trabajasen sobre educación en consumo responsable y prevención de riesgos gozarían de amplio apoyo institucional. Frente a la prohibición, educación y compromiso cívico.