Eloy MÉNDEZ

Cimadevilla dejó de ser el barrio bucólico que José Pis soñó antes incluso de que pudiera ocupar su vivienda recién comprada en un recoveco de la calle Atocha. Este arquitecto y su novia son emigrantes del casco antiguo por culpa del «botellón», el tráfico de drogas y «el desmadre» generalizado que afecta a la zona, especialmente los fines de semana. Como ellos, numerosos vecinos han abandonado durante los últimos meses sus propiedades con dirección a otros lugares más tranquilos, impotentes ante la pasividad de las autoridades, pese a las numerosas denuncias.

«Me considero uno de los expulsados de Cimadevilla», razona Pis, mientras pasea con aire melancólico por los alrededores de la plaza del periodista Arturo Arias, uno de los focos del botellón durante los días festivos. «Compramos la casina con toda la ilusión, invertimos mucho para arreglarla porque creíamos que veníamos a un lugar idílico, una especie de pueblo dentro de la ciudad», razona. Sin embargo, su nuevo hogar pronto se convirtió en un infierno. «La cosa empezó a ir a peor poco a poco. La puerta amanecía casi todas las mañanas con vómitos u orines, la gente consumía cocaína en el alféizar de la ventana con nosotros dentro e, incluso, algunos practicaban sexo en un callejón próximo y menospreciaban a quien les llamara la atención», prosigue.

Harto de tanta impunidad, tomó la determinación de cambiar de residencia tras observar la calle peatonal una mañana de domingo. «No quería vivir entre camellos que pasaban a cualquier hora del día y pisos de protección oficial ocupados por personas que hacen de su capa un sayo. Así que me fui al centro de la ciudad», remata. Al menos, consiguió alquilar su vivienda a varios jóvenes, «el único tipo de arrendatario dispuesto a aguantar algo así por una temporada».

La historia personal de uno de sus antiguos vecinos es aún más impactante. Prefiere no desvelar su identidad por cuestiones de seguridad, pocos meses después de haber tenido que poner pies en polvorosa tras recibir amenazas de «un grupo de magrebíes que nos hicieron la vida imposible». «El "botellón" es casi algo anecdótico en comparación con el tráfico de droga que se vive en determinadas calles con acceso al cerro de Santa Catalina», señala. Llegó en 2006 con su pareja, procedentes de Madrid y para recalar en «un barrio precioso por el día». Sin embargo, en cuanto anochece, «sólo impera la ley de la jungla». Incluso llegó a sufrir destrozos en el tabique del portal de su piso de la calle Eladio Verde, que ocupa una de las dos plantas de una vivienda típicamente marinera, como muchas de las rehabilitadas en la zona. «La situación se hizo insostenible. El ruido no te deja dormir de noche, la delincuencia en esa zona es constante y nadie hace nada por impedirlo, pese a que no me cansé de denunciarlo», relata.

En octubre del año pasado puso fin a su pesadilla al mudarse a las afueras. «Tuvimos que estar alojados durante unos meses en casa de unos familiares, antes de encontrar adónde ir. Tengo un recuerdo horrible de todo aquello», finaliza.

Ni siquiera los playos de pura cepa han logrado eludir el problema. Es el caso de A. M. G., que se trasladó en diciembre al domicilio de una de sus hijas, situado «cinco calles más arriba», pero en una zona mucho más tranquila que la de su inmueble, donde nació hace 77 años. «No podía más. Estaba en una segunda planta y, alguna vez, incluso me tiraban botellas a la ventana para divertirse», sostiene. Si se asomaba para recriminar la actitud de los vándalos, recibía insultos y algún lanzamiento de más. «Eso no era vivir. No es un problema que afecte a todo el barrio, pero hay determinadas calles que se han convertido en una ruina», añade, a punto de llorar. De vez en cuando acude a visitar a sus amigas de toda la vida. «Me dicen que si la cosa no cambia, ellas también se irán», afirma.