Había sido un día duro para Samuel Muñiz. Agotado por su desmoralizante trabajo y su ingrata familia, decidió que se merecía una recompensa. Algo que le reconfortase, que le consolase, que le devolviese la fe en la humanidad. Así que, con este justiciero y la intención de reponer el orden del cosmos, se dirigió al único sitio donde podría llevar a cabo su cometido: la heladería de Benito.

Allí se plantó Samuel frente a su objetivo y mirándolo fijamente arrastró los pies hacia la vitrina que lo protegía como si fuese algo digno de admiración o sumamente delicado. En efecto, ¡por supuesto que lo era! Aquel helado de fresa de color rosa intenso, pigmento que le confería un aspecto artificial, radiactivo, inhumano. Desde luego era algo sobrenatural, perteneciente a una categoría superior, casi divina.

Era tal la concentración de Samuel, que no reparó en los ojos que le observaban tras el mostrador. Era Benito, el dueño de la tienda. Un hombre de pelo y crucifijo en pecho y palillo en boca. En definitiva, un macho ibérico de los que ya no quedan. ¿Quería algo? Escupió con desgana, antes de que pudiese contestar otro cliente, irrumpió en el establecimiento.

«Un helado doble de fresa en cucurucho de chocolate, por favor», pidió con voz angelical un crío de unos cinco años. Impaciente y con la mirada clavada en aquel delicioso manjar, pasó por el mismo proceso de embelesamiento que había sufrido Samuel hacía un par de minutos. Benito le sirvió el helado, acabando con todo lo que quedaba en el recipiente. No dejó nada, ni para una triste bola más. A Samuel le fallaban las rodillas. Un sudor frío le recorría la frente mientras aquel niño de cabello dorado se alejaba hasta salir de la tienda. Había maldad en aquella criatura. Tras el impacto, Samuel se quedó atónito, no sabía cómo reaccionar. Agachó la cabeza, abrió la boca y parpadeó, apretando los ojos muy fuerte, como queriendo despertar de la peor de las pesadillas.

Comenzó a marearse mientras, paralizado por el miedo, multitud de ideas le pasaban por la cabeza. ¿Cómo había podido suceder aquello? Él había llegado a la heladería con la certeza de que allí encontraría la solución a sus problemas, creyendo que nada podría impedírselo. ¿Por qué no hizo nada contra aquel niño? Por educación, claro. ¿Cómo iba a atentar contra aquel niño inocente? En cualquier caso, éste había demostrado ser más hábil y más inteligente que Samuel. ¡Ese pequeño diablo! Había conseguido arrebatarle lo que más deseaba. Entonces se sintió débil. No había luchado lo suficiente. Había sido demasiado dócil e ingenuo, siempre le pasaba lo mismo. Por eso no se había graduado, ni había conseguido convertirse en bombero, viéndose arrastrado a trabajar en la carnicería de su padre. Claro, por eso no se había casado con Lola, ¿cómo habría podido impresionarla siendo un humilde carnicero? Sí, eso era, y por eso se tuvo que casar con Juani, que, para colmo, lo había abandonado, ¿cómo no iba a dejarlo? Sí eran un débil, un inútil, un fracasado, ¿así que era ésa la causa de su desgracia? ¿Su indecisión, su incapacidad para lograr lo que se proponía? Sí, así era, claramente no había solución. Su vida se convertiría en una espiral de desdicha irrefrenable. No habrá forma de pararlo, era algo que estaba en su carácter, en su naturaleza?, ¿merecía la pena seguir viviendo en aquel deplorable estado?

No. Entonces lo vio claro, no había razón para aguantar aquel tormento. Samuel decidió acabar con su sufrimiento. Aprovechando la ausencia de Benito, que había entrado en el almacén, se armó de un cuchillo sacándolo de detrás del mostrador. Lo agarró firmemente y se apuntó o al pecho. Las lágrimas inundaban sus ojos y con un chillido desolador exclamó: «Adiós, mundo cruel». En ese instante, Benito salió del almacén, dejó el recipiente de helado que había ido a buscar en la encimera y se abalanzó sobre Samuel.

«¿Pero qué hace, desgraciado?», dijo, arrebatándole el cuchillo. Samuel reparó en el helado que había traído su salvador. Y en un tono agudo alterado preguntó con un hilo de voz: ¿Eso es? fresa?».

«Sí, ¿por qué?», contestó el heladero, desconcertado.

«Póngame una terrina de tres bolas, por favor».

Elisa Martínez Cifuentes (17 años. IES El Piles)

No tenía muy claro por qué hacía lo que hacía. Con el tiempo se había dado cuenta de que solía hacer las cosas por contentar a los demás, pero ese día debía decidirse, era él quien debía tomar la decisión, sin importarle el qué dirán.

Se despertó sobresaltado en una cama de la habitación de un hotel que habían escogido sus amigos, eran las seis de la mañana y le dolía la cabeza.

Iba ser un día muy largo.

Instintivamente buscó en su maleta hasta encontrar unos pantalones lo suficientemente cómodos, se puso una camiseta, unos playeros y cogió su iPod.

Atravesó la recepción del hotel ante miradas atónitas. Cómo en un hotel de tanto prestigio (era de cuatro estrellas) admitían a huéspedes que iban en chándal, pero por una vez no le importó.

Necesitaba comer y no pensar en nada, pero encontrar una solución a su problema.

Se puso los cascos y subió el volumen, olvidando todo lo que le rodeaba se concentró en las letras de las canciones? Si no vas a venir, avísame pronto? I hope that you stay the night? Sólo quiero olvidar toda esta situación? Me pregunté qué sería sin ti el resto de mi vida? The girl I cant forget? Haces que se me pasen las horas? À la vie à l'amour? I will be forever in her debt?

Las palabras se mezclaban en su cabeza sin sentido. Se paró, y sólo tenía clara una cosa, quería a Noa, la quería, y le daba igual lo que pensaran los demás.

Se encontraba en medio de ninguna parte y eran las 08.30. Así que debía seguir corriendo si quería llegar a tiempo. Ahora lo tenía claro.

Volvió a la habitación del hotel todo sudado y se metió en la ducha. No se dio mucha prisa, ya que quería estar seguro, pero cuando salió era las once pasadas, debía apresurarse si quería llegar a tiempo.

Hacía meses que preparaba el evento con sus familiares y amigos, pero con la palabra que no pronunciaría podía hacer desaparecer todo. Por otro lado, nunca sabría si eso sería lo correcto, jamás conocería lo que fuese a pasar si tomaba el otro camino.

Se puso el traje y los zapatos y metió la pequeña cajita de joyería en su bolsillo derecho. Tenía que volver a correr. Se apresuró por la ancha avenida y cruzó la plaza hasta llegar al pórtico. Atravesó el umbral y caminó por el pequeño pasillo ante un sinfín de ojos que se fijaban en él. Cuando llegó al lado de Noa, la beso y dijo: «Quiero pasar el resto de mi vida contigo, te quiero».

En ese momento supo que estarían juntos para siempre.

Laura Álvarez Soto (16 años. Colegio Liceo-La Corolla)

En la noche del 23 de diciembre, Papá Noel convocó en el salón principal de su casa, en el Polo Norte, a sus tres hijos. Era tiempo de ajetreo y trabajo, pues se acercaba el día 24 y los regalos del mundo debían estar preparados.

«Hijos», les dijo con voz solemne, «llevo tiempo dándole vueltas a un tema que es crucial para todos nosotros. He de anunciaros algo muy importante».

«¿De qué se trata, papá?», preguntó Pisco, el más joven de los tres.

El rey de la Navidad sonrió.

«He decidido jubilarme».

Los rostros de los tres retoños se transformaron en una máscara de asombro ante la mirada divertida de su padre, y se miraron entre ellos incapaces de articular palabra.

«¿Pero cómo, papá?», balbuceó Ron, el mayor. «¿Y esta Navidad? ¿Dejarás a todas las personas de este mundo sin regalos?

«No, por supuesto que no. Allí es donde entráis vosotros». Las caras de los jóvenes reflejaban cada vez más su incredulidad y desconcierto. «Uno de mis hijos tiene que ocupar mi puesto. Debéis demostrarme cuál debe ser».

El mediano, John, cambió de postura. «¿Y cómo hacemos eso?», preguntó.

«Debe sembrar alegría en el mundo. El que más feliz haga a las personas habrá demostrado que es digno de este puesto». Papá Noel tomó aire. «El cómo lo haréis? ya es cosa vuestra». Y sin más dilación abandonó la sala, no sin antes advertirles de su límite de tiempo, que era el día 25.

Los tres comenzaron a hablar nerviosamente. «Pero, ¿cómo lo haremos?», dijo Pisco, agitando los brazos.

«¡Es una tarea imposible!», alegó John.

Ron frunció el ceño. «No, no es imposible. Pero si queremos lograrlo debemos partir ahora mismo. Vayamos al trineo. ¡Hay que darse prisa!».

Los tres hermanos subieron al famoso trineo de Papá Noel y se elevaron rápidamente en dirección a Europa. Durante el silencioso viaje iban buscando la mejor manera de hacer feliz a la gente.

Entonces, Pisco tuvo una idea y pidió a su hermano Ron que le dejase en Nueva York.

«¡Voy a hacer la fiesta perfecta!», anunció sonriente. «La gente reirá, comerá y bailará sin parar, y conseguiré hacerles felices a todos».

Y así comenzó el más pequeño de los tres hermanos su maratón de la felicidad. Se apeó en Nueva York y desde el primer momento empezó a hacer amigos contagiándolos de su risa y alegría y ayudándose de ellos para organizar la gran fiesta.

Mientras tanto, al sobrevolar Ron y John países como Rumanía y Moldavia, el segundo decidió fabricar el juguete perfecto. Alegó que así podría regalar a esos niños tan pobres algo con lo que divertirse y jugar, sacando de sus tristes caritas sonrisas que propagarían la felicidad más rápido que la luz.

Así que John se bajo en Bucarest.

Y ya sólo quedaba Ron, que se dirigió a África y aterrizó en el país más pobre de todos. Lo que él iba a hacer no llevaba el adjetivo «perfecto» por ningún lado. Simplemente quería hacer crecer todas las cosechas durante la noche para que a la mañana siguiente la gente se encontrase con alimento y pudiera comer durante mucho tiempo. Ansiaba ver sonrisas en aquel continente desolado.

Y así, trabajando, trabajando, los tres hijos de Papá Noel fueron llevando a cabo sus proyectos durante la noche del día 23 de diciembre y la mañana del 24.

Hacia la tarde del día de Nochebuena, Ron tomó el trineo y recogió a sus dos hermanos. Los tres, satisfechos con su trabajo, volaron en dirección al Polo Norte para ver a su padre. Éste les esperaba a la puerta de su casa, y en cuanto aterrizaron se subió al trineo.

«Vamos, hijos. Enseñadme la alegría que habéis sido capaces de repartir en estas fechas, cuando es imprescindible que la haya».

Los cuatro emprendieron de nuevo el vuelo y fueron a admirar primero el trabajo de Pisco. Sobrevolaron el continente americano, casi sin poder creerse lo que estaban viendo. Risas y gritos acompañados por música llegaban a los oídos de Papá Noel, el cual se encontraba a bastante distancia del suelo. Se podía ver a la gente bailar cogida de la mano y hablar sin parar. Para finalizar, una gigantesca red de luces de fiesta abarcaba todo el continente, desde Canadá hasta la Patagonia, haciendo que todo pareciese un enorme gigante de fuego.

«¿Ves, papá?», dijo Pisco, orgulloso de su trabajo. «Toda esa gente está feliz».

Papá Noel se limitó a sonreír y a pedir que se fuesen a ver el trabajo de John. Sobrevolaron entonces Europa, y el rey de la Navidad volvió a sorprenderse al contemplar cómo niños que vivían en condiciones ínfimas, reían y jugaban con juguetes fabricados por su segundo hijo. La alegría allí también era palpable.

«Creo que yo tampoco lo he hecho mal», comentó John, admirando su obra.

Su padre asintió y pasaron a ver el trabajo de Ron. Llegaron a África y pudieron ver cómo los grandes desiertos y áreas desoladas eran ahora lagos y verdes praderas, donde la gente se bañaba y jugaba. Cosecha secas y podridas habían sido sustituidas por hortalizas de los colores más brillantes, y la gente se veía feliz y contenta.

«Bueno, chicos, volvamos a casa», dijo Papá Noel. «Tenemos que hablar».

Ya de vuelta en el Polo, se reunieron en el salón, y el rey de la Navidad comenzó a hablar.

«Cuando os puse esta prueba, la verdad es que no sabía cómo iba a terminar. Pensé que sería horrible, que sería la peor Navidad de la historia. Que yo lo estaba haciendo mal», dijo Papá Noel, serio. «Pero me habéis demostrado lo contrario».

«Entonces, ¿quién te sucederá, papá?», inquirió Pisco, impaciente. «¿Quién ha sido el mejor?

El padre rió. «¿No os dais cuenta, hijos? La Navidad es felicidad, alegría. Eso es el alma, ¡y los tres lo habéis logrado a la perfección! Habéis logrado lo mismo por caminos diferentes. Ahora la gente es feliz, los niños juegan y tienen para comer». Tomó aire y sonrió. «No puedo jubilarme, hijos. Sois demasiado dignos como para escoger».

Sus hijos parecían un poco decepcionados, pero comprendieron que ésa era la mejor decisión que pudiera haber tomado.

La Navidad era alegría, y ellos habían hecho justo eso, hacer feliz al mundo.

Celia Peña Álvarez

(16 años. Colegio Liceo)