A. RUBIERA

Las cifras oficiales de la Consejería de Educación indican que la «vuelta al cole» hizo que ayer madrugaran en Gijón casi 18.600 escolares. Algunos apenas durmieron, según contaban sus padres. Porque el primer día de clase es día de nervios. Más de doce mil quinientos entraron, pasadas las nueve de la mañana, por las puertas de los colegios y escuelas públicos, y poco más de seis mil por las de los centros privados.

Con un colegio público desaparecido de la red gijonesa -el Cabrales-, con cerca de una veintena menos de unidades funcionando y con más alumnos llenando las aulas, sobre todo en el caso de Infantil, donde la ratio se subió de 20 a 25 alumnos, se ponía en marcha ayer un curso en ele que mientras no se pueda estrenar el nuevo Colegio Ramón de Campoamor de El Coto, que estará listo dentro de unas semanas, la novedad era la fusión de las comunidades escolares del Cabrales y el Jovellanos. Este curso se lo toma el equipo directivo del nuevo centro, el Gaspar Melchor de Jovellanos, como el «año cero» -en palabras de Aurelio Peláez, el director- para normalizar la vida de un colegio que lleva demasiado tiempo marcada por las obras y las movilizaciones.

Los nervios del primer día de clase y de saber que habría «muchos compañeros nuevos» eran los que parecían dominar a Alba Rodríguez Lastra, de 4 años. Ex alumna del Cabrales, no paraba de saltar en el patio y de repetir: «Me encanta el cole». Su madre, Pilar Lastra, tenía claro que la niña «está muy nerviosa por el cambio. Para ella es como empezar otra vez al colegio. Y todos los problemas que hubo en torno a la fusión, a las obras y la ampliación... queramos o no, acabamos transmitiendo a los niños la inquietud que teníamos los padres». Pero si había inquietud, a Alba se le pasó en cuanto se le acercaron, efusivas, sus amigas Claudia González y Eire Brandon. A las niñas el nuevo colegio les parecía «muy grande» -como que ronda los 580 alumnos-, pero estaban dispuestas a dominarlo en un día. «El Colegio Cabrales era más familiar. Al entrar por la puerta ya te llamaban por el nombre. La directora y los profesores eran encantadores. A las niñas les tuvimos que poner muy bonito lo del cambio porque se querían quedar allí», decía Verónica Rodríguez, madre de Eire.

Por el mismo motivo, pero con reflexiones más maduras, se mostraban tres alumnos veteranos, de 6.º curso: Luis Menéndez, Lola Romero y Adanesa Prado. «Ya teníamos ganas de empezar para saber qué iba a pasar con los niños nuevos...» contaban. Reconocían que les daba pena perder compañeros que siempre han ido a la misma clase -porque los grupos se hicieron nuevos para favorecer la integración de ambas comunidades-, pero por otra parte estaban encantados de «tener la oportunidad de conocer a más compañeros diferentes». La que no se sabía si estaba dispuesta o no a conocer a nuevos amigos era Susana González, de 3 años, que no se bajaba del cuello de su madre. «Está nerviosa y algo asustada; no sabe muy bien lo que la espera», decía la mujer, Elena González. La pequeña sólo sabía que se había tomado «un bibi» para desayunar y se había metido con su madre en el barullo de un patio escolar que la tenía desconcertada.

Pero el curso escolar no es sólo un cambio en la vida de los niños. Hasta los taxistas gijoneses saludaban ayer el nuevo curso: «Siempre hay algún niño que se duerme y llega tarde, un cambio de ropa de última hora, un apuro... y eso supone un viaje para algún taxi. La vida escolar da mucha vida a la ciudad», contaba un profesional. Y esa vida se reactivó ayer.