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El gigante Cabezudo

Memoria de una última conversación, de un último paseo de un viernes de enero

Guardo como oro en paño en mi memoria, estos últimos días trastocada por la irreparable pérdida, la última conversación con Chema Cabezudo. Ya hace semanas que intuía que ese paseo de un viernes 16 de enero desde el Hotel Asturias al periódico no volvería a repetirse, pero entonces no. Lo tenía por un jabato resuelto a no hincar la rodilla ante la leucemia, un campeón del ring de esos que bailan al contrario y que golpean con guante de seda aun a sabiendas de que esconden bajo el puño una tonelada de hierro. Creía que Chema, batallador, disputaba ese duro combate acompañado de una herradura de la suerte.

Era viernes, 16 de enero, y llovía a mares. Hacía frío. Un frío helador como el que desde el pasado sábado a los amigos más íntimos de Chema se nos ha prendido como estalactita a los huesos. Se empeñó en comer con el grupo de la tertulia en el lugar de siempre porque el lunes siguiente iniciaba un nuevo ciclo de quimioterapia. "Intuyo que estaré algún tiempo sin venir", nos dijo, para justificar la osadía de, en su estado de carencias defensivas, salir esa mañana de casa a pecho descubierto. Estuvo divertido, comió como un señor, ejerció de ecónomo y repitió el ritual semanal de los postres. Levantó la copa con el saludo romano que nos enseñó Clotas, "Salutem plurimam", y entonamos "La Capitana" (que chirría cuando Garrucho no dirige la coral de pacotilla, aunque reconozcamos el generoso esfuerzo que en su ausencia realiza el doctor San Martín). Se empeñó en acompañarme al periódico, en cobijarme bajo su paraguas como tantas veces prestó cobijo a mis angustias, para que no me mojara. En apenas cinco minutos hablamos de su sentido gozoso de la enfermedad, del apoyo innumerable de la familia, del valor de la amistad en números absolutos, de cómo educar a un adolescente díscolo -"sentido común, Paco, sentido común", me repitió varias veces-. Subió fatigado las escaleras que conducen a la redacción, saludó al director y a los redactores y marchó. Lo vi partir, sonriente, resuelto, bajo la lluvia. Y lo perdí para siempre, borrado bajo la neblina que envolvía como túnica el camino de Cimavilla. Él sí que iba, aquel día, ligero de equipaje.

La mejor forma de combatir el dolor es verbalizarlo, extirparlo con el bisturí de las palabras. Por eso escribo estas líneas, para extraer la gangrena de la ausencia definitiva de un gran amigo, de un hermano. De un hombre cabal e irónico, en ocasiones "pillín" de sonrisa maliciosa, que estaba orgulloso, tal vez por el gen militar heredado de su padre, de su paso por el Ejército del Aire, donde tuvo empleo de teniente de la escala de complemento del arma de Aviación. Un hombre bueno y noble que cultivaba la amistad, la conversación, la lectura, la música de ópera y de bandas sonoras originales, la bibliofilia de temática asturiana, el coleccionismo de tarjetas postales de Gijón, de su Gijón del alma. Y que gustaba de armar Legos con pasión de niño.

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