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El callejón de las fieras

El Gijón terminal de Pablo Rivero

Una novela: "Érase una vez el fin" - La herencia de Dostoyevski y Welsh - Algo que se ha roto para siempre

Pablo Rivero.

Es difícil encontrar en la actual narrativa española una prosa tan anfetamínica como la de Pablo Rivero. Es el culpable de las pocas horas que dormí anoche, enganchado a las líneas insomnes de su última novela, "Érase una vez el fin". La voz narrativa en primera persona deambula de nuevo por los escenarios de un Gijón crepuscular y leproso en el que la esperanza se arrojó hace tiempo al mar desde el cerro de Santa Catalina, el "trampolín de los suicidas" del que habla este narrador que taja sus frases con la navaja del desasosiego y de la rabia.

Heredero de Dostoyevski, Céline, Ginsberg, Hubert Selby o el Irvine Welsh de "Trainspotting", el escritor asturiano construye en esta su tercera obra una sombría metáfora sobre la traición y la muerte, la imposibilidad de las ilusiones que han sido violadas o cómo el hipercapitalismo global ha hecho de las ciudades inmundos pozos de insolidaridad y egolatría en los que ya ni siquiera la infancia es inocente. Nos deja frente al deprimente callejón del espejo de los años enladrillados, cuando el crédito fácil y la especulación financiera sin regulación trajeron estas ruinas de las clases medias desvaneciéndose y los trabajadores reconvertidos en el "precariado" súbito que ha descrito Guy Standing.

Gijonés de 1972, músico y maestro que ha aprendido a reconocer su propio malestar y a calibrar la mirada de la gente que se ha encontrado en las aceras de los diversos oficios que ha transitado (camarero, ayudante de albañil, descargador en un astillero, almacenista o reciclador de cartuchos de tinta, como cuentan en la chula solapa de "Érase una vez el fin"), me gustan la coherencia, la ambición y la paciencia con la que Pablo Rivero ha ido construyendo su propio territorio narrativo. Desde "La balada del pitbull" y "Últimos ejemplares", los dos títulos anteriores que el siempre atento Álvaro Díaz Huici le publicó en 2002 y 2006, respectivamente, en esa grata caja de sorpresas que es Trea, este autor con cabeza de monje budista y párrafos que erizan la sólita sintaxis de la corrección política ha ido perfeccionando el hacha de su diccionario de la vida, ese pesimismo acerado, hasta esta entrega que acaba de publicar Anagrama en su "Narrativas hispánicas".

Pienso ahora que esas novelas en las que ha estado ocupado durante casi quince años pueden leerse como una trilogía gijonesa, indignada y desde el relato de la ficción en primera persona. Ahí, esta ciudad bimilenaria se ofrece como el escenario propicio para contar el conflicto con una época que se parece a Saturno en la facilidad con que devora a sus hijos. En el Gijón terminal de Pablo Rivero, en el que aparecen el Sporting y Casa Justo, El Tostaderu y la calle Jovellanos, la playa de San Lorenzo y la noche quinqui, algo se ha roto ya para siempre. Tal y como ocurre en la mayoría de las ciudades de todo el mundo en la que ha sido quebrada, sin sustitutivos satisfactorios, una centenaria forma de vida ligada a la industria y a un orgullo de clase obrera que agoniza.

Lo bueno de Pablo Rivero es que cuenta en unas pocas páginas (unas 130 en el caso de "Érase una vez el fin"), convocando personajes que hemos conocido o que se nos parecen, lo que algunos de los más interesantes ensayistas de nuestro tiempo tratan de explicar en sesudos volúmenes llenos de citas y referencias bibliográficas. No caeré en la tontería de resumir aquí esta novela. Tampoco en la de poner etiquetas (que si realismo sucio, que si literatura de barrio...) o explicar su técnica. Léanla. Es otra balada que nos llega desde los suburbios desamparados del corazón.

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