Nos dejó Dios, Omnisciente, nacer en un lecho de arenas que llamamos San Lorenzo. Sin que conste mérito alguno, nos regaló el mayor don que pueden conceder los dioses: el océano. Un mar hermoso rodeado de hojas policromadas y montañas verdes. Llevados por esa vieja incontinencia que nos domina, profanamos compulsivamente ese paseo con inauditas dosis de codicia, pésima estética, mala visión e irresponsable ligereza. Ahora la hermosa bahía parece una colmena diseñada por un demonio contrahecho, un puzzle de formas desordenadas que roza lo grotesco.

En una apartada esquina de esa bahía, frente al viejo puerto, allí donde casi se acaba la tierra, sobre un minúsculo cabo que termina en una roca osada, plantó Gijón, en el centro de una circunferencia que parece un ruedo, una estatua no de bíblica sal sino de bronce verdoso, un emblema que es símbolo de la Asturias rural y marinera: una figura flaca, estirada como la de un Greco, rostro anguloso, cara famélica, manos enormes, boca cerrada, ojos de tristeza extrema, y un pelo tan encrespado que parece sacudido por una furiosa galerna. Esa sufriente mujer es vigía permanente de nuestra tierra, punto último de la jurisdicción humana frente a los mares. Parece como si esa figura inmóvil hubiera corrido toda la concha hasta llegar al pico final de la bahía para ver, desde allí, por última vez a quien quizá no vuelva a ver nunca. Mira fijamente al horizonte, a esa línea lejana por donde desapareció lo que más quería. Por encima tiene un cielo irisado que despide mil rayos de colores, nubes que se vuelven rojas como un fuego, por debajo la amenaza permanente del poderoso océano. Ella es el otro faro de nuestra bahía, faro de tristezas desde el que cantamos a los navegantes las coplas de nuestras penas.

No es, seguramente, la escultura más hermosa de Asturias. Tampoco hace falta que lo sea. Pero resultará muy difícil encontrar en estas tierras otra más imperecedera. Si se me permite la licencia -teológica-, ella es la segunda virgen de Asturias detrás de la indiscutible primera: la Madre de nuestras montañas. La de Covadonga reina en la tierra, la de Gijón en los mares como madre de todas las lágrimas que se lleva el océano. Es una virgen laica, fruto bendito y humilde de las aldeas: no lleva corona, ni viene adornada por la luz blanca propia de las apariciones, tampoco hace milagros, ella es sólo virgen de humildad y de impotencia, y es tan pobre que hasta los pastorcillos la han dejado allí olvidada y sola. Su nombre y advocación es Madre del Emigrante. Pero los gijoneses, con esa inclinación que tenemos para las alegorías gruesas, la llamaron "La Lloca del Rinconín". Que ella, misericordiosa, nos perdone. No está loca. Está rota. Está desgarrada. Puede que esté viva, pero se siente como si estuviera muerta.

Si uno la mira despacio, se ve en seguida que esa figura es una mímesis extraña de un género muy amplio: las Vírgenes Dolorosas. La Madre del Emigrante es la Dolorosa de Asturias. Si se sigue mirando, se descubre que esa madre es una reverberación lejana de la Dolorosa más famosa del mundo: la Piedad de Miguel Ángel. Esa Piedad y nuestra Madre del Emigrante representan el mismo drama: la pérdida del hijo amado. Las dos lloran sin lágrimas por un mismo motivo. Una, la de Miguel Ángel, renacentista, está serena y calmada, la nuestra, moderna, totalmente convulsa como la época. Una va vestida con hermosos ropajes plisados, la nuestra con ropas de indigencia. Una está con los ojos dulcemente cerrados, la otra no puede tenerlos más desesperadamente abiertos, tanto que parecen querer escapársele de las órbitas. Una está sentada recogiendo en su cuerpo a aquel hijo asaeteado y muerto que un día entró en Jerusalén entre aclamaciones y ramos de olivo. La otra está de pie y ya no le queda el consuelo de tener al hijo entre sus brazos. Una tiene la certeza del hijo muerto por un bien más alto, la otra tiene sólo incertidumbres, y esa incertidumbre parece dolerle más que si le hubieran crucificado. Por eso levanta hacia el horizonte su mirada suplicante pidiéndole que le desvele lo que no revela a nadie: el destino futuro de quien se ha ido lejos. Pretende la pobre madre que ese cruel tirano le asegure que se ha llevado a su hijo para algo. Pero el tirano calla. Y ella espera convertida en una roca más entre piedras, nubes y tierras, vigilante madrugadora de todos los amaneceres y vigía insomne de todas las noches negras de la hermosa bahía. Ella sólo aguanta y espera en una especie de eternidad sin plazos.

No sabe que ese horizonte tiene dos caras, la que vemos desde la tierra y la que ven desde el océano. Tampoco sabe que al otro lado de esa línea lejana, hay miles y miles de ojos y de almas, del presente y del pasado, que también están intentando ver durante un instante otra vez a sus madres, quizá para decirles en hora tan determinante las cosas que no le dijeron antes. Aunque no los vemos, también los que se han ido forman con la espuma de las olas siluetas desgarradas, y envían por el mar pensamientos y sentimientos que nunca llegan porque al atravesar la raya del horizonte se esfuman como fantasmas. Como en el hermosísimo Canto 19 de la Odisea, en el que la nodriza Euriclea reconoce al desaparecido Ulises por su vieja cicatriz en el muslo, también nosotros reconocemos a todos los hijos errantes y desaparecidos de Asturias por esta cicatriz en el corazón mismo de nuestra bahía. Hemos asistido, durante muchos decenios, a un goteo de vidas que pasaban al otro lado del espejo. Unos volvieron, y pudieron explicarlo. Otros desaparecieron para siempre sin que sepamos cómo fueron las últimas miradas a nuestras montañas. Otros lo escribieron. Con faltas de ortografía, ripios de dolor y sangre cansada. "En mil novecientos catorce / el dia veinte de Septiembre / una fecha inolvidable / siempre la tengo en mi mente. / Yo sali de Llavandera / por la mañana temprano / desde mi casa paterna / con Cesario mi Cuñado. / Pasamos frente a la fuente / y por casa de Miguel / caminando hasta Gijon / y por la tarde al Musel. / Alli esperava mi padre / que estava con mis hermanas / y otros muchos familiares / que a despedirme llegavan. / Hera una tarde hermosa / la mar estava tranquila / sobre sus aguas etava / el Reina Ma. Cristina. / Hera una nave española / que su Vandera ondeaba / la que unas horas mas tarde / partiria hacia la Havana. / Cuando yo estava en cubierta / con los demás pasajeros /yo veía a mi familia / que ajitavan sus pañuelos /. Y yo con melancolía / tamvien saque mi pañuelo / mientras mi mente decia / cuando volveré a verlos /. El varco levanto ancla / y empezó a cruzar los mares / todos los días pensava / en mis queridos familiares /... Pasaron algunos años / no me acompaño la suerte / y una carta recivia anunciandome una muerte. / Con paciencia la ley / y llore a lagrima viva / la muerte que me anunciavan / hera mi madre querida. /...Y ahora les dire señores por que me fuy de mi tierra / pues mis padres no querian / verme marchar a la Guerra". Este texto, real, lo escribió, tal y como está, José Álvarez cincuenta años después del inicio de su Odisea en 1914. Testimonios como éstos hay en Asturias más que arenas tiene la Playa de S. Lorenzo. También los hubo que tardaron en entender este amor tan misterioso. Como aquel hijo de una gijonesa que contaba que su madre tenía en su casa de América un arcón enorme en el que iba metiendo aquellas cosas valiosas y hermosas -ajuares, linos, vajillas- que iba a traer a Gijón el día que volvieran. Y así durante muchos, muchos años. Nunca llegó ese día soñado. Volvió su hijo americano, años después de que ella había fallecido, y se sentó en el Cerro de Santa Catalina una noche entera, quieto e inmóvil, preguntándole a aquel negro mar de invierno qué tenía este Gijón para que su querida madre lo sintiera cómo el único paraíso de esta Tierra. Quizá no llegase a entenderlo. Nosotros lo entendemos a la primera. Ella y tantos otros nos miran hoy desde sus lejanas vidas y sueñan con estas yerbas verdes. También los hubo que conocieron el triunfo: crearon ferreterías de importancia en Chile, inventaron almacenes en La Habana, pusieron en marcha compañías aéreas, crearon fábricas y mil formas de riqueza. Y levantaron aquí palacios y grandes mansiones, construyeron tres veces una misma casa soñada hasta vencer al duro terreno, sin reparar en costes, ni en tiempo. Por todos ellos llora esta Madre del Emigrante, que aún los espera como si fueran a presentarse mañana. Eso es la esperanza.

Hay una Asturias hija de penas, mares y continentes. Son indianos, emigrantes europeos, conquistadores asiáticos, niños de la guerra, exiliados o perseguidos por distintos dogmas, y todos son tan nuestros como las propias montañas. Pero nos queda a todos -lo que quiere decir a cada uno de nosotros- por entender lo más importante: que este drama, fruto de mil azares personales, es la venenosa resultante de una verdad bien sencilla: no hay felicidad sin prosperidad. Sin prosperidad sólo hay madres y padres llorando en estaciones, puertos, aeropuertos o bahías. Tras más de un siglo de desgarros, vuelve a girar la vieja rueda atascada. Vuelve a llorar de nuevo la Virgen laica de nuestra bahía. Por enésima vez no somos capaces de crear posibilidades suficientes para que sólo se vaya quien, por lo que sea, quiera irse. Al margen de dogmas y de malos credos. Vuelve la vieja experiencia de patrias perdidas, sueños rotos, madres dolorosas, almas sufrientes.

Esa rueda que gira otra vez loca nos revela el sentido último de esa escultura, a veces despreciada. Lo que convierte a esa obra, poco ortodoxa, en arte relevante no es la belleza estética de su trazo o los méritos "artísticos" de la representación. Lo que la convierte en gran Virgen de Asturias y en obra imperecedera es otra cosa: la intensidad e inmortalidad del desgarramiento que representa. Lo explicó muy bien Musil en uno de sus Ensayos: la inmortalidad del arte está en su indigeribilidad, en que nos obliga a estar digiriéndolo eternamente. Es lo que hace esta Madre del Emigrante: obligarnos a digerir su dolor indigerible. A su manera, ella es el grito de Munch de Asturias. El angustioso y desesperado aullido lanzado al Cantábrico desde la bahía de Gijón por una madre rota y rajada, a la que la vida y sus miserias le arrebatan lo que no puede aceptar que se le arrebate: a los hijos de sus entrañas.