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Sirenas y pescados

Luisa Álvarez trabajó en la Pescadería en el puesto que heredó de su madre

Por la izquierda, Ángeles "la Perrina", América "la Picona", Luisa Álvarez "la de Nadie", Asunción "la Guapita" y Aurora "la Cotoya", en la Pescadería.

Lloró más lágrimas que pelos tiene en la cabeza el día que, prematuramente y embarazada de ocho meses, relevó a su madre en el puesto de pescadera sin sospechar si quiera que tres décadas después la inundaría de nuevo el llanto al tener que abandonar la Pescadería municipal por culpa de alguien de cuyo nombre si quiere acordarse. "Nos echó Areces y nos dieron una perrona de indemnización", recuerda Luisa Álvarez Lete, " La de Nadie" que a sus 78 años mantiene tan fresca su memoria como el pescado que sirvió con mimo a muchos gijoneses.

¿Por qué "la de Nadie"? Su padre iba a la mar y una vez, con el barco a punto de zarpar, preguntó el capitán "¿falta alguien?". Al segundo de responder uno que "nadie" llegó su padre, por lo que le quedó el mote. Buenos son en Cimavilla. Otros, por herencia materna, la requerían por el sobrenombre de "La Arnáez" pero el motivo era más evidente y menos playu.

Nada más encarar la escalera de la derecha entrando por la puerta principal, la de la calle Ventura Álvarez Sala, en el cuarto puesto del pasillo central por la derecha ahí estaba ella. En el erótico, por su número, puesto 69. Entre Asunción Montero -y luego su hija Pilar- y Ángeles "La Perrina". Luisa tenía dos puestos contiguos, es decir, también el 70. Los adquirió su abuela Elvira Arnáez que antes incluso de erigirse el edificio para estas lides practicó en los puestos del aire, como se llamaban a las pescaderas que vendían el producto a lo largo del Muro de San Lorenzo. Un puesto que luego pasó a su madre Maruja Lete. Con su repentina muerte a los 53 años, Luisa asumió, con 22 años, el reto de seguir con el legado dos días después de guardar el luto. "Lo pasé muy mal, no tenía ni idea pero conté con la ayuda de Asunción que ya estuvo al lado de mi abuela y fue buenísima para mí", recuerda. "Calla vida, que buen oficiu ye el que mantien al su amu", le decía la veterana a la pupila en sus inicios como reflejo inequívoco de la unidad que suponían.

Entre ellas existía un inquebrantable pacto de damas no firmado. Respetaban el producto por sectores de venta. Las marisqueras al marisco; "las del menudo" a la parrocha, el bocarte, el chicharrín o la sardina; "las del variao", como Luisa, a la merluza, el salmonete, los lenguaos, el pancho, el besugo o las chopas y "las del pelao" que despachaban la raya y el riñón que la gente mercaba a escondidas porque era plato de probes o incluso ellas mismas utilizaban el riñón para limpiar "les maseres" por su tacto similar a la lija. Un acuerdo no escrito que el devenir del tiempo, cuando sólo quedaban las últimas mohicanas y los puestos no eran de propiedad, se malogró.

Detrás del puesto de mármol decorado con números de metal dorado pasaban largas horas de martes a sábado. Normalmente desde las ocho de la mañana. salvo en navidades que la jornada, por sus preparativos, daba inicio al alba. Juntas soportaron la lluvia y el frío. Lluvia por la falta de cuidados que se le dispensaron a la plaza y frío por la corriente de las puertas abiertas. A la de Ávarez Sala se sumaba la del Ayuntamiento y la del Muro que a veces utilizaban algunos proveedores. "¡Esa puerta!" se escuchaba cada poco, más en invierno, hasta que alguna se cansaba y le ponía un candado. Por sus bocartes que no pasarían más frío que el necesario proveniente del hielo que servía para conservar el pescao en "aquelles maseres" de madera recubiertas de zinc. Frío y humedad que Luisa intentaba paliar atándose un periódico a la cintura o poniéndose madreñas para no mojar los pies en aquella piscina que tenían bajo sus suelas. Trucos de pescadera.

"La de Nadie", entre otras virtudes, era una calculadora humana aunque en ocasiones más que una ventaja se convertía en todo lo contrario. Todo iba bien si la clienta de turno pedía un kilo de parroches. Pero si pedía un kilo y trescientos gramos daba igual que puesto fuera que la pescadera gritaba "Luisa, un kilo trescientos de parroches, ¿a cuánto?". Menos de un minuto después, desde la diagonal de la plaza se alzaba otra voz que volvía a requerir de sus servicios en aquel tiempo en que las básculas pesaban y no calculaban. "Luisa, dos kilos cuatrocientos, ¿a cuánto". "Me volvía loca", recuerda con risa. Más todavía con su amiga y vecina de puesto Asunción que cada poco estaba con el "tanto tanto, ¿a cuánto". "Ahora no puedo, déjame despachar", le decía Luisa sin éxito. "Bueno muyer, no te cuesta ningún trabajo decímelo". Pocas respuestas con más sentimiento playu habrá.

La jornada de Luisa, discreta, trabajadora y nada amiga de los dites y diretes, no concluía ahí. A las dos y media piesllaba, volví a casa a comer, ducharse y para la rula a las cinco de la tarde que empezaba. Aunque a veces el primer barco no llegaba hasta las siete. Tenía la suerte que desde casa escuchaba la campana del muelle que avistaba navegantes y le daba tiempo a bajar. También allí, donde apuntan y no preguntan, reinaba el respeto. Luisa dejaba luego la mercancía en una bodega que tenía alquilada, perfectamente aclimatada, para el día siguiente. A ello sumaba lo que le proveía Campillo que, junto a Sanz, eran los más potentes del gremio en Gijón. Además de a sus clientas también sirvió a chigreros de la city como Casa Zabala, a "Victorón" padre e hijo, o Casa Ramón en La Arena.

Luisa se fue de la plaza el 31 de diciembre de 1990, antes de que en marzo de 1991 se produjera el desalojo. A sus 52 años prosiguió de pescadera en Nuevo Gijón pero manteniendo su casa en Cimavilla desde la que se huele el mar según encaras su calle. Luisa y sus compañeras, las del "téngolo muy fresco" o "moreno, ven pa acá ho" eran las mismas que montaban "la de Dios es Cristo" cuando Arturo Fernández las visitaba. Ellas son la sal que hizo histórica la Pescadería municipal. Aurora "La Cotoya", Asunción y Carola "La Guapita", Luisa "La de Nadie", América "La Picona", Ángeles "La Perrina", Teodora la de Blas "Dorita", Avelina Artime "Veli la del Pálido", Aurora "La Cágala", Luisa "La Calderona", las marisqueras "La Santina" y Amelia, Ángeles "la Tarabica", "La Carmelo", "La Morena", Argentina y Mercedes "Les Palomes", Consuelo García "Chelo La Mulata", entre otras, fueron las sirenas del pescado fresco en un Gijón que ahora come más congelao sin recordar el calor y sabor que las pescaderas de Cimavilla le dieron a la ciudad.

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