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El genio de Vitorón en 15 mandamientos

El titular de Casa Víctor decía que olía a los "rompehuevos", y se iba en octubre de vacaciones con avisos de "cerrado hasta que juege Gomes" o "por refalfiu hasta que refalfiemos"

Etiqueta de "Vega-Sencilla" ideada por Vitorón con la que marcó el vino de la casa. JUAN PLAZA

"Un espíritu hecho de heterogeneidades: sarcasmo, distancia, gracia, intensidad, escepticismo, vehemencia, narración, exageración, sinceridad, desconcierto, incontinencia, anarquía y emotividad". De esta forma tan magistral le definió Luis Meana en el obituario que le tributó en LA NUEVA ESPAÑA hace poco más de cuatro años. El también llorado y extrañado Ladislao de Arriba se refirió a Casa Víctor como el único reducto "del culto a la gijonidad, del guiso del pexe y la cocina de la abuela" en tiempos "de esnobismo y pijerío". Y el propio Víctor Bango Vega (Gijón, 1935) decía de sí mismo que era "un ácrata burgués" o "un anarquista de derechas". ¿Qué más se puede añadir si del gran Vitorón ya está todo escrito?

Con permiso de quien lo escribiera antes, no se puede hablar de "míticos" de la ciudad sin incluir al "gran Papa del alma de Gijón" (Meana, dixit) aun a riesgo de caer en el intento o de que el propio Vitorón apunte a dar con una de sus escopetas de caza desde su nuevo y privilegiado coto celeste al enterarse del escrito. Al menos demostrar que su figura trascendió más allá de las generaciones que le fueron coetáneas. Porque alguien que al escuchar a Gabino de Lorenzo asegurar que "en un futuro se diría que Oviedo es la ciudad que hizo Gabino" le espetase "no olvides que Gijón la hizo Dios" debe estar siempre presente en nuestras oraciones.

Declinó ser pregonero de la Semana Grande cuando el Ayuntamiento le requirió para ello. Gijón no podía hablar de Gijón y cedió los trastos a su buen amigo Arturo Fernández. Quizás, dicen sus allegados, porque era hombre de espectáculo en grupos pequeños, en su entorno, y sólo si tenía el día para ello. ¿A qué arriesgarse? También porque era de la opinión de que cada homenaje suponía un toque de atención a la parca.

En 1933 abría sus puertas Casa Víctor en el barrio del Carmen merced a la vuelta de Nueva York de su padre, Víctor Bango González junto a su esposa Pacita Vega León, que en Estados Unidos trabajó en un restaurante de italianos. En la pequeña salita que había al lado de la cocina nació Vitorón dos años más tarde al calor de las brasas del carbón. Con el paso de los años se iba metiendo en harina a sabiendas de que como heredero debería seguir la labor hostelera que inició su padre. Aunque bien es cierto que pasó más tiempo en el Trole hablando de caza que atendiendo al negocio familiar. A pesar de que "trabayar siempre me dio vergüenza" tomó las riendas de los fogones en 1968 tras la muerte de su progenitor y reorientó el destino del local hacia el restaurante que marcó un antes y un después de la vida gastronómica de la city. Una apuesta arriesgada que tenía que salir bien.

Aprendió de chavalín las recetas que los marineros candasines preparaban en el chigre familiar cuando llegaban de faenar. Golifaba por la cocina cuando ellos se ponían a cocinar lo pescado y poco a poco fue acertando con la sal y la pimienta hasta cocinar para ellos. La sopa de pixín, los chipirones de potera, la merluza con cocochas, las sardinas a la vixigona, la lubina al horno con llámparas o el pixín con bugre eran los platos más repetidos por Vitorón en sus múltiples entrevistas donde mostró sus fuertes convicciones. Siempre mantuvo que prefería "una de sidra Zapatero que una botella de Dom Perignon" o que "un buen restaurante y un buen médico se parecen en que se equivocan alguna vez; los malos aciertan alguna vez". Afirmaciones rotundas que repetía en los intervenidos en prensa década tras década, pues Vitorón era de piñón fijo. Incluso antes de que los gurús del periodismo empezasen con los ERE y la Gürtel, él ya definió a los españoles en dos clases, "los que están robando y los que esperan turno para robar".

Persona noble y al que no le gustaba que le llevasen la contraria. "No tengo trono ni reina pero sigo siendo el rey", repetía consciente de que, al menos, "en la cocina soy el mejor, como Messi en el fútbol". No sólo en la cocina. Siempre tuvo buen ojo para detectar los productos que en ese momento estaban en sazón. Tanto en la pescadería, donde a veces solía comer les bocartes crudes para escandalizar a las féminas que además de hacer la cola estaban allí de tertulia, como en sus tres viajes a la semana a Cudillero o Avilés para traer pescado, donde en 40 años "nunca encontré a todos los hosteleros que siempre dijeron que iban". "No digo que no fueran, sino que yo nunca los vi", sostenía. La misma intuición que cuando asomaba por la puerta de Casa Víctor, donde "sólo comen señores", un "rompehuevos". Los olía y su agilidad dialéctica le permitía responder rápido disparando a la línea de flotación. "Esta merluza está congelada", le recriminó un día una comensal molesta. "No señora, está descongelada, congelada no la podría comer". O cuando instaba a sus comensales a degustar enteros los salmonetes y otra intrusa le requirió que le quitase las entrañas al pescado. "No está rico", le dijo ella. "Claro, señora, no lo he cocinado yo, ha sido usted", le espetó.

En Casa Víctor en el local de siempre, en la calle Carmen número 11, sólo dos veces reformado desde que Vitorón, tomó las riendas, se formaban gloriosas sobremesas. Con un cuadro de "Garciona", obra de Macio, como testigo de ceremonias. Por ahí pasaron numerosas personalidades de la política -a los de izquierdas les saludaba desde la barra brazo en alto con la frase "por el imperio hacia Dios, arriba España"-; de la realeza como Haya de Jornadia, quien tuvo más suerte que la infanta Elena que el día que hizo una visita, el local estaba lleno y Vitorón no levantó a nadie; o personalidades variopintas pero referentes dentro de sus ámbitos como Alfredo Krauss, Karpov, Severo Ochoa o Jacqeline Bisset.

Un día le visitaron unos representantes de Vega Sicilia por el etiquetado que Vitorón hizo de su vino de la casa. "No tenemos medalles por no nos atrever a presentar nuestros vinos en ninguna exposición", reza la etiqueta acompañada por "Vega-Sencilla" en el encabezamiento. No menos hilarante es el texto de seguido donde se aclara que "de esta cosecha se escogieron miles de botelles. Todes tienen el número de teléfono de la casa". Pese a las amenazas de querellarse contra él por la similitud entre etiquetas, desde la parroquia confirman que aún hay botellas así marcadas.

No todo era trabajar. Los jueves era jornada de descanso porque era día de caza, otra de sus pasiones, y donde estableció sus más íntimas amistades como Marcial, el padre de Nacho Manzano que inició sus pasos en Casa Víctor demostrando ya entonces que tenía un don. También sintió devoción suprema por los perros, en especial la cría de "setter". Luego octubre era el mes de vacaciones en el templo "victoriano". Una fecha sagrada y que en la familia Bango significaba tiempo de bodas. Familia y empleados, todos, tuvieron que celebrar sus nupcias en octubre porque de otro modo "él no iba a cerrar el restaurante un día para ir de boda". Tiempo de asueto sin fecha fija de vuelta pues a veces la persiana no se subía en 46 días. Ya en los días previos al cierre, el genio hostelero se ponía a discurrir qué cartel colocaría en la puerta para anunciar a la feligresía el cese temporal de la actividad. "Cerrado hasta que nieve", "cerrado por refalfiu hasta que refalfiemos" o "cerrado hasta que juegue Gomes" eran algunas píldoras de humor a las que invitaba la casa.

Casa Víctor murió con él. No el buen comer, que se mantiene, pero sí el valor añadido que él suponía para el negocio. "El día que me muera -resultó ser el 7 de febrero de 2013 a los 77 años- desearía que me recordasen como lo más parecido a una persona normal". No pudo ser porque Vitorón era algo fuera de lo normal. Y aunque feo está no cumplir las últimas voluntades de los hombres, peor sería no rendirse ante un genio del Gijón hecho por Dios.

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