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MELQUÍADES ÁLVAREZ | PINTOR, EXPONE UNA RETROSPECTIVA EN CANTABRIA

El pintor que camina y mira para dar con el alma de la cosas

La exposición "Un mar para Santillana", dos décadas de labor, hace del gijonés un artista central de su generación

El pintor que camina y mira para dar con el alma de la cosas

Cumple hoy sesenta y dos años pero su memoria sigue amasando las imágenes de una niñez en las márgenes del Peñafrancia y en los arrabales de Las Mestas, como si en ese perfil un poco a lo Tom Sawyer viera una amarra de la felicidad. Escuchándolo hablar de aquellos tiempos en que acompañaba a su madre y a sus tías a lavar en el río -balde, sábanas y pastillas de añil-, no es difícil intuir que está de acuerdo con la repetida frase de Rilke: "La verdadera patria del hombre es la infancia". Un territorio de frontera, entre la ciudad y el campo, en el que Melquíades Álvarez instaló un punto de observación que no ha dejando de ensancharse y, aunque parezca paradójico, también concentrarse. Es un oteador de las cosas, alguien que registra desde una demorada percepción la maravillosa densidad del instante y las mutaciones del paso inevitable del tiempo. Nace de ahí una cierta melancolía y una pátina que da a sus pinturas la expresión de una frágil duración que nos conmueve.

La Fundación Caja Cantabria dedica estos días una importante exposición a Melquíades Álvarez, uno de los nombres fundamentales del arte contemporáneo asturiano. Ha reunido en el palacio Peredo-Barreda, en esa extensión de las Asturias que es Santillana del Mar, sesenta y cuatro piezas (pintura, escultura y dibujo) que suponen un recorrido por más de dos décadas de intensos y meditados tráficos con el arte. Estamos ante un pintor que reflexiona mucho y a fondo, autocrítico y receptivo a los comentarios ajenos. Y que se mantiene atento a lo que él mismo llama "la trampa del estilo". Así que esta muestra, titulada "Un mar para Santillana", es una excelente ocasión para ver los caminos transitados por un creador a tiempo completo, de los que va todos los días a su estudio aunque sólo sea por ser fiel al dicho picassiano: "Cuando llegue la inspiración, que me encuentra trabajando".

Nacido un 15 de abril de 1956 en la Gota de Leche, en Gijón, Melquíades Álvarez fue el último de cuatro hermanos. Ve en ese hecho biográfico una línea de su carácter: "No me gusta competir, quizás porque no tuve necesidad al ser el último y recibir bastantes mimos". Hizo sus primeras letras en La Guía y pasó más tarde al Grupo Escolar Jovellanos. Pero lo que le gusta recordar, como se ha dicho, son las aventuras fluviales en las que se enrolaba con otros guajes de su cuerda: pescar, hacer puentes y balsas o pelear por la ribera de un cauce cuyo atractivo visual aún le encandila.

Empezó a dibujar a los nueve o diez años de edad. Patoso, poco dotado para el fútbol -el deporte de socialización de la época-, mostró desde la pubertad su gusto por la lectura y las artes plásticas. Hizo el bachillerato en el Instuto Jovellanos. Fue un estudiante disperso, con escasa actitud para las matemáticas pero que atendía con aprovechamiento a las explicaciones que recibía, en segundo y tercero, de un profesor como Luis Pardo, pintor de visión y técnica tradicionales. Y también, más tarde, del catedrático Alejandro Mieres, un artista en las antípodas de Pardo por la manera de enseñar y entender la creación plástica.

Lo cierto es que el adolescente Melquíades Álvarez empieza a saber que desea dedicarse a pintar. En el último curso hizo algunos trabajos como delineante. Y en 1975, el año de la muerte de Franco, se trasladó a Bilbao para estudiar Bellas Artes. Habla de la capital vasca como de su segunda ciudad, después de Gijón. Y como si a la vera de la industriosa ría hubiera descubierto, junto con los tesoros del Museo de Bellas Artes bilbaíno, los intercambios con personas semejantes en inquietudes y gustos.

España empezaba a cambiar pese a la derecha franquista y bunkerizada. La escuela elegida por Melquíades Álvarez era una de las más experimentales del país, permeable a las vanguardias y a la teoría que surge de las preguntas cruciales: los porqués. El pintor ha conservado ese lado teórico. Le gusta reflexionar sobre lo que ve, sobre los asuntos que lleva a los cuadros. Y en esa sostenida indagación ha encontrado una apreciable veta poética, sustanciada en su único libro de versos por el momento, "La vida quieta" (Trea).

Dos años antes de sentar plaza como estudiante en aquel Bilbao crispado por la política y las balas, o al revés, Melquíades Álvarez había colgado su primera exposición en el Ateneo Jovellanos. Tenía diecisiete años. Salía a pintar con el caballete. Y en la planta abuhardillada del Antiguo Instituto se veía con otros artistas importantes de su generación: Paco Fresno o Pelayo Ortega.

La experiencia bilbaína de Melquíades Álvarez duró tres años y medio. Regresó a Gijón para poner en marcha la Universidad Popular, donde fungió durante un año como profesor. Una experiencia que le permitió trasladarse después a Madrid para desempeñar un trabajo similar, desde 1981 a 1984, en Leganés. Afirma que le gustó dar clases, aunque confiesa que carece de vocación pedagógica.

Son los años de la Movida y de la primera mayoría absoluta del socialista Felipe González. Vende algunos cuadros y con ese peculio compra una mínima independencia económica. Se casa con la también pintora Reyes Díaz, que era a su vez profesora de la Escuela de Arte de Oviedo. La pareja tiene tres hijos: Claudia, Matías y Reyes.

Los años ochenta y noventa fueron los de la consolidación artística de Melquíades Álvarez. Crítica y aficionados empezaron a ver en su obra, que tuvo también sus tramos experimentales, una propuesta que pasaba por un muy personal tratamiento de la figura. Se ve como un pintor figurativo, aunque en sus obras son apreciables otras líneas de fuerza. "Siempre retornas a tus querencias y, con el tiempo, las vas definiendo", subraya el pintor. Éste define el aprendizaje como una larga carrera en la que vamos insistiendo en aquello con lo que más nos identificamos. Y también, claro, en un despojamiento de lo que percibimos como accesorio, postizo, enfático.

El pintor no había cumplido aún treinta años cuando el Museo de Bellas Artes de Asturias le dedicó, en 1984, una importante exposición. En aquellas obras, algunas de su etapa madrileña, asomaba ya el amante de la naturaleza, de temperatura romántica y cuidada destilación; el artista, en fin, que algún perspicaz crítico ha encuadrado en la "escuela de la señardá" o "señaldá": ese peculiar sentimiento que acompaña a muchas de las gentes del noroeste peninsular.

La cosmovisión de Melquíades Álvarez, otro ennoviado con la música -toca en ocasiones el violonchello en la intimidad de familia y amigos-, es la de un presocrático y la de alguien que se siente concernido por algunos de los grandes temas que ocuparon y preocuparon a los romániticos. Quiero decir que le interesan por igual el "alma de las cosas", según expresión que repite, y las manifestaciones de la naturaleza: una rama desnuda, las migraciones de las aves, el movimiento del mar... Siente repelús intelectual hacia la facilidad de las repeticiones y se ha convertido en un pintor más demorado, menos epidérmico, capaz de filtrar mejor en su mirada la trascendencia de los temas y los enfoques. Sabe exponerse con más temple a los fracasos inevitables y sigue dejándose atraer por la curiosidad infinita de quien camina y halla de pronto alguna epifanía.

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