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Trump, el caudillo híbrido

El magnate jura hoy como presidente de EE UU, con un rechazo popular del 60% y un programa aislacionista y proteccionista mal visto por financieros y empresarios

PRIMER ACTO: HOMENAJE EN ARLINGTON AL SOLDADO DESCONOCIDO. REUTERS

El presidente de EE UU, Barack Obama, se despidió el miércoles de la prensa con una velada advertencia a quien hoy se convertirá en su sucesor: no piensa respetar el habitual pacto de silencio de los expresidentes. Obama expuso que si Trump, a quien no citó, ejerce alguna de sus amenazas de campaña contra los grupos minorizados, los inmigrantes o la prensa saltará a la arena para denunciarlo.

El gesto ya ha sido calificado por los detractores del líder demócrata como una más de sus "pataletas" de despedida. Sin embargo, conecta en vena con la preocupación que el futuro de las garantías constitucionales despierta en esa mayoría de estadounidenses que ni votó a Trump ni le respalda en un mandato que inicia con sólo un 40 por ciento de apoyos.

No es necesario enumerar los sectores de la sociedad estadounidense a los que Trump ha amenazado con agarrar por la entrepierna, torturar, encarcelar o enviar a las tinieblas exteriores. Baste recordar que el más numeroso está compuesto por el 51 por ciento de la población. Tampoco sería breve la lista de enemigos o gravosos aliados que el candidato aislacionista ha detectado en el planeta. De nuevo bastaría un recordatorio: sus únicas simpatías declaradas han sido para los ultraderechistas europeos y para el excoronel de la KGB que se ha convertido en el ruso con más poder desde Stalin. Ahora bien, ¿cabe deducir de lo anterior que el hombre que hoy jurará su cargo sobre una biblia de Lincoln sea un peligro para la Constitución de 1787?

Umberto Eco, lo recordaba el pasado sábado el periodista Xavier Mas, estableció en 1995 una tipología del protofascista basada en 14 notas distintivas. Enumero la mayoría para que el lector pueda juzgar si, como sostiene Mas, la trayectoria del candidato y presidente electo permite incluirlo entre los individuos con propensión a tomarse por caudillos: tradicionalismo ("make America great again"), rechazo de la modernidad (idealización de los EE UU blancos de la década de los 50), irracionalidad (promesas y amenazas irreflexivas, a menudo contradictorias, de las que algunas veces se arrepiente), pensamiento único (discrepar es traicionar), racismo, apelación a las clases medias desfavorecidas (se ha considerado la clave de su victoria), conspiranoia (elecciones amañadas salvo si gana él), críticas a los ricos (uno de los curiosos pilares de su campaña), despotismo ilustrado ("seré el mayor creador de empleo que Dios haya visto"), machismo, sustitución del razonamiento por la invectiva (tuits)?

Muchas de estas notas definen, por otra parte, una personalidad, y esto no lo dice Umberto Eco, que, a riesgo de caer en redundancia, puede definirse no sólo como protofascista sino también como inmadura. Trump sigue siendo a los setenta años el niñato rico y matón al que su padre, error, intentó domeñar enviándole a una academia militar.

Hay que precisar, con todo, que en el paso de candidato a presidente electo, Trump ya se ha dejado algunas plumas. Wall Street le molestaba porque su candidata era Clinton. Y los políticos de Washington le molestaban porque el aparato republicano hizo todo lo posible por evitar su triunfo y porque atacarlos siempre ha sido una buena cantera de votos en EE UU. Pero entre las 20 personalidades más destacadas de su Gobierno y del staff de la Casa Blanca hay 12 multimillonarios y ocho políticos, entre ellos la esposa del líder de la mayoría demócrata en el Senado. Además de tres generales. Uno de ellos, por primera vez en 65 años, a cargo del Pentágono.

El perfil de la Administración Trump dibuja una coalición de intereses que, curiosamente, se asemeja bastante a la que aupó a Bush hijo a la Casa Blanca: petroleros, carboneros, siderúrgicos, representantes del complejo militar-industrial enunciado por Eisenhower en 1961, especuladores, sionistas y políticos del ala más derechista del republicanismo. Así visto, Trump se presenta como un caudillo híbrido, pues a los rasgos propios de un protofascista del siglo XX aúna el hecho de haberse subido a una ola susceptible de desembocar en el neofascismo del siglo XXI.

Una ola que, en esencia, arranca de los "think tank" ultraconservadores puestos en pie en la década de 1960 para idear modos de hacer frente tanto a las revueltas populares de esos años (derechos civiles, antimilitaristas, contraculturales) como a las crecientes transferencias de recursos a las clases medias y bajas en las que desembocó el pacto social instaurado en Occidente tras el fin de la II Guerra Mundial.

La ola, cuyas primeras crestas fueron Thatcher y Reagan, generó un pensamiento único cuya clave de bóveda es la idea de que el Gobierno es siempre el problema y nunca la solución. En particular en los países donde el Ejecutivo ya ha logrado doblegar a los residuos de clase obrera organizada que han sobrevivido a la transformación de los trabajadores en consumidores.

Este pensamiento único -denominación con la que, curiosamente, quienes lo abrazan descalifican a sus detractores- persigue un fin último: la desregulación total de las actividades financieras en el marco de un comercio mundial globalizado por el librecambio y de una actividad económica con crecimiento exponencial de los bienes inmateriales.

Simplificando al extremo, en la Europa de entreguerras, exhausta tras el primer conflicto mundial, se generó una alianza de intereses entre el gran capital y los sectores más tradicionalistas y reaccionarios, para, con el concurso de las masas excluidas, doblegar unas luchas obreras robustecidas por el triunfo del bolchevismo en Rusia. El resultado fue un variopinto conjunto de dictaduras calificadas de fascismos.

Sin embargo, en el Occidente posterior a los años 70, el gran capital, cuya vanguardia es especulativa y virtual, ya no necesita bayonetas sino posibilidades ilimitadas de actuación. Tanto para generar nuevas actividades -en la cúspide de la pirámide productiva- como para maximizar los beneficios de los sectores más tradicionales mediante la robotización, la deslocalización y la reducción de la presión fiscal, los salarios y las cargas sociales.

Lejos aún el sueño de que sean las corporaciones quienes redacten directamente las leyes, queda la tentación de que las palancas políticas estén en las manos de hombres de las corporaciones, sin la molesta intermediación de la parásita clase política y de los lobistas. Por supuesto, este proyecto, que ha generado las conocidas burbujas y sus inevitables estallidos, presenta múltiples contradicciones. Pero, en todo caso, su culminación sería el neofascismo del siglo XXI: un régimen en el que estos designios carecieran de cualquier tipo de oposición y cuyo caudillo, más representativo que ejecutivo, saldría en EE UU de una alianza entre Wall Street y Silicon Valley.

Y ese es el problema del caudillo híbrido. Su ola es la del siglo XXI pero él es del siglo XX. Sus promesas de aislacionismo y proteccionismo casan mal con los intereses del gran capital y, además, como aventurero de las franquicias, la telerrealidad y sus propios sueños de grandeza, apenas encarna sus proyectos de futuro. Aunque constituya un paso adelante hacia ellos, como revela el inédito conflicto de intereses suscitado por el emporio de Trump. Todo lo cual añade un segundo frente al que desde hace año y medio tiene abierto el magnate con la clase política a la que pretende suplantar.

Hasta aquí, el perfil que se desprende de las frases y actitudes del candidato y el presidente electo. Porque el 45.º presidente de Estados Unidos no empezará a hablar hasta las seis de esta tarde.

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