Una de las principales reivindicaciones que se canalizaron a través de las nacientes asociaciones agrarias fue la que rodeaba a la comercialización y venta de la sidra. Su intensidad se debía a la importancia que iba cobrando el sector y a la actitud que los poderes públicos empezaban a tomar sobre el alcohol. Es así como, amparándose en muchas ocasiones en la preocupación por el creciente problema del alcoholismo, se buscó con frecuencia el significativo caudal de ingresos que aseguraba la imposición sobre las bebidas para garantizar una renta saneada. Cierto es que el alcoholismo era preocupante y que el consumo de licores y aguardientes acarreaba consecuencias especialmente dañinas; no obstante, las bebidas de consumo masivo y baja graduación tenían un importante papel compensatorio en la siempre deficiente dieta de los sectores populares de la población. Tal circunstancia no fue ignorada por el Estado, que excluyó el vino de la tributación, aunque dejando de lado la sidra y el chacolí, hecho que suponía una evidente discriminación para la industria y la agricultura asturianas, no sólo por lo arraigado del producto en la provincia, sino, sobre todo, porque quienes abastecían el mercado eran en su inmensa mayoría lagareros de producción artesanal.

Manzana y sidra, en todo caso, habían soportado desde la Edad Media diversas cargas impositivas por parte de diferentes administraciones (ayuntamientos, Administración central, Diputación Provincial...) y en varios conceptos: exportación, producción, venta, autoconsumo, por usos oficiales de pesos y medidas, por inspección y reconocimiento sanitario, etcétera. Tal presión fiscal obedecía a que era un producto relativamente fácil de controlar, por lo que la acumulación de gravámenes producirá, como no podía ser de otro modo, numerosas quejas a lo largo del tiempo.

Uno de los mayores escollos a los que hubo de hacer frente la industria de la sidra durante este período fueron los intentos por parte de la Administración central de desgravar el consumo de vinos y alcoholes. A finales del siglo XIX se produjo una acentuada crisis en el sector vitivinícola español a consecuencia de la caída de la demanda exterior, que había supuesto un destacado estímulo en el desarrollo de esta rama de la industria agroalimentaria. Debido a esta circunstancia, rápidamente, los intereses de los productores de vino pasaron por reclamar medidas de carácter proteccionista. A consecuencia de sus presiones se promulgaron una serie de medidas legales que intentaban paliar el declive del sector. La ley de 1888 fue la primera de una larga serie de disposiciones hasta que, en 1904, se promulgó el primer texto definitivo sobre la imposición de alcoholes.

Los temas que se ponían sobre el tapete, dentro y fuera del Ministerio de Hacienda, durante este paréntesis legislativo, fueron la necesidad de estimular la producción y su protección frente al alcohol industrial. De este modo, el impuesto sobre el alcohol comenzó a tener peso a partir de esta fecha. La ley de 19 de julio -La ley de Osma-, además de incrementar de modo considerable la cuantía de los gravámenes, estableció dos cuotas distintas: una de fabricación y otra de consumo; se creó además un cuerpo de inspectores y se gravó también la importación de alcoholes. Dentro de su corpus, por supuesto, el tratamiento hacia el sector vinícola era sumamente favorable, lo que supondría una orientación constante en las subsiguientes medidas tributarias.