Hace de ello muchos años, tantos o más de cuarenta, que un médico que estaba en el Sanatorio Adaro, amigo por demás, ya me decía entonces que muy pocos especialistas practicaban la medicina general. Salvando distancias, lo equiparaba, valga la expresión, a aquellos viejos mecánicos que acercaban el oído, que no la oreja, a los trepidantes motores y auguraban, porque así era, la avería que supuestamente tenían. Sí, seguía diciendo mi amigo el doctor en Medicina, a «algunos» se les quedaban -léase fallecidos- en el camino, porque el «ojo clínico» y la agudeza auditiva no a muchos se los dio la madre naturaleza como algo innato, vamos, llovido del cielo. Aquello tan sólo fue una banal conversación entre un docto en «hechicería» y un chupatintas bancario.

Leo un día de éstos de atrás que, probablemente, van a rebajar la «tasa» de especialización de un licenciado en Medicina de cuatro a dos años y yo, no obstante los pocos que puedan quedarme de vida, empiezo a ponerme en guardia. Si hoy para llegar a ser «brujo» -así, cariñosamente tratado- hacen falta unos años de «ESO y lo otro», seis de carrera universitaria, cuatro de MIR y quizás otros tantos de rodaje hasta descubrir el verdadero mal que tenemos los enfermos, el que ahora les den menos tiempo de aprendizaje? no quiero ni pensarlo.

Hace también unos cuantos lustros un médico cardiólogo me contaba que, cuando hizo su especialidad en una importante clínica madrileña, su padre tuvo que pagar por él. Sí, ya sé que eran otros tiempos, otras épocas muy diferentes, pero el esfuerzo personal y el económico también eran de otra forma. Yo siempre me acordaré de aquel célebre relato escrito por José León Delestal y que tan bien recitaba Arsenio Díaz en su papel de «Pachín de Melás» -lo vi por primera vez en el teatro Rozada de Sama-, cuando decía que tenía amigos médicos, que le recetaban y que les «apoquinaba» el importe de su consulta, añadía: «Porque el médico tiene derecho a la vida». Después, seguía Arsenio, iba a la farmacia, pedía las «melicinas» y las abonaba, «porque también el farmacéutico tenía derecho a la vida». Y, finalizando con la estrofa, Pachín remataba que, cuando llegaba a casa, abría la ventana y tiraba los medicamentos por ella, porque él también tenía derecho a la vida.

Hace unos meses fui al médico de familia, como así mejor se titulan, porque tenía un puñetero ruido en el oído izquierdo que me estaba? ¿jodiendo?, bien, vale. Me dio unas pastillas que de nada sirvieron, me las cambió por otras que tampoco me hicieron efecto y, entonces, yo por mi cuenta fui al otorrino. Al poco de entrar dijo, eso sí, muy cariñoso: «Nada, usted va a hacer una resonancia magnética»: y maldita la gracia que me hizo. Pero fui. Pasado por la máquina y no encontrando nada grave, a Dios gracias, ni leve, me despachó el otorrino igual que entré, pero ya sin pastillas. Así que, inocente de mí, le conté el final al médico de familia, a lo que me respondió: «¡Ves, por haber ido! Ya te dije yo que no tenías nada, sólo el ruido». Así que si empiezo a dudar de los especialistas y sólo metiéndome en la ensordecedora resonancia es como ellos van a «adivinar» lo que tengo o no, para eso compro yo la infernal máquina, la instalo en mí semisótano y?, ¡hala! Al final me quedaría con aquellos médicos de tan buen recuerdo, por ejemplo, como el doctor Vázquez, de casi reciente jubilación -psicólogo él por añadidura-; don José Crespo, ya fallecido, pero con más de un millón de pacientes a sus espaldas, y a «mi don Javier», al que cómodamente tengo en cuanto cruzo el paso de peatones donde vivo, aquí en la sierra. Sin duda, porque yo también tengo derecho a la vida.