Las milenarias culturas de la antigüedad mostraron siempre un gran respeto hacia la naturaleza. Sus libros son un compendio de sabiduría, y, por tanto, penetrar en ellos es como internarse en un lugar profundo, donde lo concreto se impone siempre a lo banal y donde lo cierto acaba ocupando el lugar de la hojarasca. Una de esas culturas, de raíz oriental, nos enseña a distinguir entre el árbol de lo superfluo y el árbol de la verdad, ocupados los dos, ciertamente, por un buen número de hojas, pero diferenciándose en la calidad de las mismas.

El anuncio de la próxima huelga general ha vuelto a colocarnos en lo más profundo de un bosque en el que cada cual se arrima al árbol que más le conviene. Sin asegurar que todos los que buscan una sombra de escasa consistencia estén movidos por la misma intención evasiva -sin duda que hay algunos que obran de buena fe-, lo cierto es que, en muchos casos, los argumentos empleados no son más que excusas muy manidas. ¿Se imaginan cuál sería la respuesta de quienes acusan a los sindicatos de no ser más contundentes, en el supuesto de que éstos convocaran una huelga general que durara tres o cuatro días?

Es cierto que en la espesura sindical existen fallas y pétalos que sobran, pero de ahí a convertirlo todo en un matorral, hay mucha diferencia. Quienes se escudan en el criterio oportunista de los sindicatos o en su escaso dinamismo, están olvidando que éstos no son más que el reflejo de la selva en la que vivimos, y que no es bueno colocarse en lo más alto de las ramas antes de hacer un análisis de cuál ha sido nuestra aportación para limpiar la maleza que nos rodea. En unos casos, se puede asegurar que tal contribución no ha existido, mientras que, en otros, se ha caracterizado por un apoyo y un aplauso unánime a los que se han encargado de talar concienzudamente las raíces del Estado de bienestar.

En esta ocasión, el árbol de la verdad está repleto de frutos negros y amargos que, además, nos conciernen a todos los que tenemos que deambular a diario por la intrincada fronda laboral. La ilimitada arbitrariedad empresarial, el abaratamiento del despido, el aumento y la precarización de las condiciones de contratación, las discriminaciones en las posibilidades de empleo, la ruptura del equilibrio de la negociación colectiva o la posibilidad, por primera vez, de despido en las Administraciones Públicas, son algunos de esos frutos agraces que amenazan a los trabajadores.

Cierto es que en nuestro hábitat natural se ha producido recientemente un incendio, y que la crisis económica amenaza con quemarlo todo a su paso. Pero sería conveniente saber elegir a los mejores bomberos para apagar el fuego. Quienes asestan un duro golpe a la sanidad, la educación o las políticas sociales no parecen ser los más legitimados para evitar la combustión. Son los mismos que se oponen a un pacto que contemplase una política fiscal, una reforma del sistema financiero o una política de rentas, entre otras medidas que pudieran contribuir a evitar la hoguera que sigue creciendo.

Apoyar la huelga, en las circunstancias actuales, además de una elección sabia entre el árbol de lo superfluo y el árbol de la verdad, es, sobre todo, un ejercicio de defensa frente a quienes no tienen ningún reparo en echar gasolina en el bosque, sabedores de que a ellos no les va a alcanzar nunca la línea de fuego.