Tapia de Casariego

Hijo y aprendiz de pastelero en la popular confitería Milín, soldado en la Guerra Civil, aprendiz de mecánico, socio de un taller de vehículos y profesor en el Instituto de Tapia de Casariego. Se puede decir que este tapiego de 94 años ha tenido una vida intensa y completa. Se llama Antonio López, sigue viviendo en la capital tapiega, donde nació, y hace gala de una excepcional memoria.

2 de noviembre de 1916. Es la fecha que se puede leer en su carnet de identidad. López nació en una familia de nueve hermanos -«el segundo de la camarilla», precisa-, marcada por el negocio familiar. Desde pequeño convivió con los avatares de la confitería y pastelería, la desaparecida Milín, una de las de mayor fama de la comarca. La pastelería era también una fábrica de chocolate e hizo caramelos en sus primeros tiempos, cuando estaba ubicada en el barrio de San Blas. «De pequeños nos mandaban envolver los caramelos para ponerlos a la venta».

Recuerda López que acompañaba de niño a su padre a vender en las romerías de la comarca. Aprovechaban el viaje para llevar las tartas que habían encargado las familias del pueblo y después se quedaban a vender galletas y «roscas de romeros» en la fiesta. La feria semanal de A Roda era el lugar donde recibían buena parte de los encargos de las diferentes fiestas de la comarca. Después, el proceso era relativamente sencillo: la semana previa tocaba cocer pasteles y preparar las galletas, que el día de la fiesta se colocaban con pericia en los cestos del caballo. A la hora de la misa, se situaban cerca de la capilla o de la iglesia correspondientes y allí entregaban a cada destinatario el pedido que había ordenado.

Antonio -al que en Tapia conocen como «Milín»- se refiere al esplendor de antaño de las fiestas de A Braña (El Franco), San Miguel (en La Caridad), Os Mártires (en A Roda, Tapia) y la romería de Porcía. «Era duro porque en una semana entera de trabajo cociendo pasteles no sacabas más que 500 pesetas», explica. Tampoco se olvida de cuando recogía ramas de tejo para hacer una especie de collar de roscas que tenía mucho éxito entre los romeros. O cuando acompañaba a su padre a vender galletas y chocolate por los comercios de la zona. «Vendíamos a dos pesetas el kilo de galletas o cinco galletas por un perrín», explica.

Su padre alternaba el trabajo en la pastelería con los viajes al centro y la cuenca minera para vender productos de la comarca, como patatas y cebollas negras, abundantes en Ribadeo y muy apreciadas en Inglaterra. Su madre, costurera, hacía la ropa de todos los hermanos.

Tiempo después, la pastelería se trasladó a la calle principal, un barrio más próspero donde las ventas mejoraron. Cuando Antonio terminó sus estudios, comenzó a trabajar de forma más activa en la pastelería. Eso hasta que estalló la Guerra Civil, a la que se presentó como voluntario por el bando nacional. Combatió como soldado en la II Bandera de Asturias y resultó herido de bala en la batalla del Ebro. Su relato de la guerra es duro por cuanto se recorrió media España. Primero, Asturias; después vinieron la ofensiva de Teruel, donde sobrevivió al frío invierno, con temperaturas de 18 grados bajo cero. «No sé cómo no murimos todos de frío. Tenía unas botas sin suela y me acuerdo de que íbamos por agua y, cuando volvíamos al campamento, llegaba congelada», precisa.

Tras 62 días recuperándose de la herida en el hospital, aún le tocó regresar al batallón y seguir recorriendo el país algunos meses más hasta que pudo regresar a casa. Totalmente recuperado de su herida en la pierna, comenzó a trabajar como aprendiz de mecánico en Talleres Catuxo, en Tapia. Al año ya se convirtió en oficial de primera, demostrando buena maña con la herramienta. No sólo reparaban coches, sino también motores de embarcaciones.

Quince años pasó trabajando en este taller tapiego. Y quizás en ello seguiría si no fuera porque se cruzó en su camino la oportunidad de opositar a profesor para el Instituto de Tapia. Formó parte de la segunda promoción de docentes y hoy es uno de los más veteranos vivos. Al menos una vez al año acude a alguna reunión de antiguos alumnos para rememorar sus años en la docencia. Un trabajo con el que, confiesa, disfrutó enormemente.

López tuvo que superar hasta tres pruebas y realizar una tesis antes de obtener un puesto fijo como profesor de carpintería. Generaciones de estudiantes aprendieron con él las nociones básicas de un oficio. «Antes, cualquier alumno recibía clases de ajuste metálico, electricidad y carpintería. No sabían de todo, pero llevaban las nociones básicas para luego trabajar, era una formación más completa», sostiene.

Se jubiló al cabo de treinta y dos años en el centro tapiego, hacia el cual guarda un gran cariño por lo que representó y representa para la juventud de la comarca. Activo y trabajador, López aún tuvo tiempo de compaginar sus horas de profesor con la gestión de un taller mecánico que montó con su hermano. «Talleres Milín» funcionó durante años y llegó a ser el primero de servicio oficial Citröen de la zona. Fueron muchas las profesiones y aficiones de este tapiego, que también jugó al fútbol de defensa central. Aunque, eso, es otra historia.