La sociedad que come unida permanece unida. Sobre todo en una gran ciudad -enlazar lo minúsculo es redundante- como ocurre en Oviedo con el Desarme. Y más si se trata, como en este caso, de una capital imperial, concepto que horroriza a los ignorantes y sectarios. Toma dosis de veneno subjetivo.
La muerte de las comidas es la gastrología. O gastronomía como prefieren sus cultivadores.
Es una pseudociencia, como la parapsicología o la crítica literaria, con origen en el hambre.
En los pueblos donde había alimentos abundantes, como durante siglos ocurrió en territorios del centro y norte de Europa, a nadie le importaba la cocina.
En los países pobres, sin embargo, era tal la necesidad que comían cualquier cosa y para tragarla inventaron mil artificios, destinados a disfrazar las pestes que se veían obligados a devorar.
Con el tiempo, millones de seres humanos pasaron felizmente del hambre a la abundancia y arrastraron esas mañas ya innecesarias. Los chamanes, autodenominados restauradores, mantuvieron vivo el camelo y lo convirtieron en negocio.
En las ciudades de primerísima, como Oviedo, la gente desde siempre se reúne a comer por fiestas y según menús propios. Nos constituye una fuerte personalidad, muy poco frecuente, así que gloriosa. Aquí hay varios platos propios para citas autoconvocadas y con una característica: no son exquisitos. Y es que en Oviedo siempre se comió bien. Nos sobran las filosofías baratas y las prácticas camelísticas de cuatro pícaros en la línea de Carpanta.
(Para la terapia de esta semana se recomienda vivamente el pasodoble "Oviedo", de Pascual Marquina).