París es la capital del dolor. Así lo titulaba el poeta Paul Éluard en uno de sus poemarios. He vivido en aquella ciudad de la luz; he recorrido sus calles; cruzado el río por sus numerosos puentes; he sido feliz y he visto muchas gentes con pieles de colores diferentes, lenguas distintas y la hermosa villa era siempre una fiesta. Una kermesse. El pasado viernes, todo saltó por los aires a manos de un grupo de asesinos que portaban la muerte en los ojos y el odio en las entrañas. Quien lleva rencor en el alma lleva consigo la desgracia de vivir. Habían sido bien seleccionados, aleccionados y entrenados en el Daesh, allá en tierras de Luzbel. Son hombres sin infancia, ni sonrisa en los labios. Todo lo destruyen a su paso -Palmyra, mon amour- matando niños, violando mujeres, decapitando en público y mostrando las cabezas cercenadas, como sangrientos trofeos, en nombre de la Sharía. Estos valles han vivido momentos muy hermosos con lazos entre el pueblo francés y nuestros jóvenes durante cinco años. Todos somos París.
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