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Magistrado

Sin derecho nada está garantizado

La necesidad de abordar el problema catalán con grandeza de miras

Ante la candente cuestión catalana, viene a la mente el incidente acaecido el 12 de octubre de 1936, con ocasión de la celebración del día de la raza en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, en que los discursos de José María Pemán calificaron a Cataluña y País Vasco de "cáncer en el cuerpo de la nación", lo que incitó gritos falangistas encabezados por Millán-Astray reivindicando la unidad de España y profiriendo insultos a los intelectuales bajo las consignas " Viva la muerte" y "Muera la inteligencia". El tumulto llevó al rector Miguel de Unamuno a un discurso tenso y brillante: "Dejaré de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y catalanes llamándolos anti-España; pues bien, con la misma razón pueden ellos decir lo mismo" , y añadió la sensata clave de muchos conflictos políticos: "Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha".

Ésas son las claves del auténtico triunfo: tener la razón y hacerla valer según la Ley. Tanta barbaridad encierra la sinrazón amparada en la Ley como lo razonable fuera del marco legal.

La reivindicación política, nacionalista o soberanista, es un planteamiento totalmente legítimo pero muda en insensatez si se sale de las vías constitucionales en un viaje hacia ninguna parte.

Pero no debemos caer en el simplón reduccionismo para identificar culpables. No lo son los catalanes en su conjunto, ni todos los nacionalistas, ni siquiera los afiliados a los partidos coaligados en Junts pel Sí, como tampoco los de la CUP.

Las manos que mecen la cuna del caos son las de un puñado enardecido que utiliza el frente parlamentario nacionalista para conseguir su objetivo secesionista a cualquier precio, con la valiosísima coartada que le presta el sentimiento noble de numerosos catalanes que miran con envidia al comisario europeo de Lituania o Hungría y anhelan ser un Estado porque aman su tierra y su cultura, pero que repudian la bronca, la algarada y que no quieren ver peligrar su trabajo, negocio o pensión.

Los sentimientos nacionalistas no caducan y debe aceptarse que la independencia de un país es cuestión de tiempo y generaciones, pero a los intransigentes nacionalistas parece no importarles. La misma Constitución y procedimientos legales que les han permitido votar y ser votados para representar a Cataluña no les importan ahora. Como decía un antiguo adagio jurídico: "Sólo me parece justo lo que me da gusto". Si se celebra un plebiscito y se gana, la soberanía es imparable; si se pierde, como debe interpretarse la obtención de menos del 48% de los sufragios favorable a la secesión, esos jugadores de ventaja al mejor estilo de los tahúres del río Mississippi, seguirán afirmando que vencieron y además no escatimarán trampas para intentar ganar.

El problema de quienes hacen trampas y los pillan es que el gerente del casino se ve obligado a cortarlas por lo sano, pero sin ponerse a la altura del rufián. No embadurnará con brea y plumas a los tramposos, pero según el reglamento del juego, serán expulsados del salón, por la fuerza si es preciso.

Y eso es lo que el Estado ha advertido que hará. Utilizar herramientas jurídicas frente a quienes se saltan la ley. Florete reglamentario frente al puñal traidor.

Sin embargo, el resto de la ciudadanía no quiere humillar a Cataluña, ni intervenirla por la fuerza. No se lo merece la inmensa mayoría de los catalanes, incluidos buena parte de los nacionalistas, que sólo quiere vivir en paz y sortear la crisis económica. Mal se comprenden las aventuras nacionalistas con el estómago vacío o con la sanidad en precario, y menos todavía si estos devaneos independentistas anuncian un duro invierno y en caso de improbable triunfo, una posible glaciación al salirse Cataluña de la Unión Europea.

Por eso, lo deseable es que, con grandeza de miras, antes de soltar toda artillería jurídica que está apuntando a las cabezas de los secesionistas, el Gobierno central mueva pieza con generosidad y dé alguna salida a los acorralados líderes independentistas para impulsar una hoja de ruta de reforma del Estatuto de autonomía catalán de máximos, en todos los ámbitos, sin prejuicios y sin cicaterías. Se trata de agotar incluso techos inexplorados, pero eso sí, sin tocar la Constitución, puesto que abrir el melón de la negociación constitucional supondría destrozarlo y arruinar el banquete al existir probada e insaciable glotonería por parte de los comensales.

Con una sencilla oferta sobre la mesa se conseguiría, de un lado, dotar de mayor legitimidad y justificación a las medidas jurídicas que se adoptarán si persiste la contumacia en la senda de la ilegalidad; y de otro lado, se conseguiría dividir a las filas nacionalistas, ya que estoy convencido de que la inmensa mayoría de los que votaron a favor de la independencia lo que deseaban era una transición pacífica y no una política de hechos consumados e ilegalidad impropia del mundo civilizado.

Si el Gobierno no plantea ese órdago negociador, quizás alguna facción del mundo nacionalista se adelantará a agitarlo como la bandera blanca en la refriega. Esa negociación política amplia y sin prejuicios y con el límite constitucional es la única salida honrosa para ambas partes.

No ayudan nada el desgaste de gobierno y nacionalistas, ni las soflamas o escaramuzas de ambos lados. Y si se opta por tensionar al máximo la disputa, el Estado desenfundará todo su poder legítimo y aplastará jurídicamente a los rebeldes.

El resultado será una amarga victoria para los ciudadanos no nacionalistas.

En primer lugar, unas instituciones públicas debilitadas porque el derecho está para cumplirse voluntariamente y no para reprimir a cañonazos las salidas de tono.

En segundo lugar, el Tribunal Constitucional se habrá quedado con la "licencia para matar" metafóricamente hablando, que le otorga la reciente reforma de su Ley Orgánica, pensada para una situación de excepción y que se quedará como arma ordinaria para el futuro.

En tercer lugar, una generación de catalanes resentidos volverá a la carga con la técnica de la gota malaya, emulando al Macbeth shakespeariano al convertir su vida en un "cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada".

Y en cuarto lugar, se habrá conseguido la paz en Cataluña que irá seguida por el despertar del relevo reivindicativo del pueblo vasco.

Como esas victorias salen caras, y sea cual sea el escenario político, por favor, no juguemos a saltarnos la Constitución que es quien nos garantiza la convivencia pacífica y el diálogo institucionalizado, pero tampoco abusemos de ella para pisotear a quien no lo merece.

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