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La incredulidad de los científicos

Reflexiones sobre las discrepancias entre - ciencia y religión

A pesar de estar muy trilladas las diferencias existentes entre ciencia y religión dados sus episódicos enfrentamientos, al negarse a aceptar ésta evidencias que contradicen o ponen en duda sus fundamentos doctrinales, la lectura reciente de algunas noticias sobre esta materia me induce a hacer algunas consideraciones sobre este recurrente asunto.

Define la Real Academia Española religión como "conjunto de creencias o dogmas acerca de la divinidad, de sentimientos de veneración y temor hacia ella, de normas morales para la conducta individual y social y de prácticas rituales, principalmente la oración y el sacrificio para darle culto", mientras que dice sobre ciencia "conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de los que se deducen principios y leyes generales". De ello parece inferirse que en una dominan las creencias basadas en ortodoxias preestablecidas y en la fe, mientras que la otra se sustenta en aplicar el método de análisis racional de la realidad, donde lo que importa es la veracidad empírica, es decir, la exigencia de precisión y objetividad. Cabe pensar, por tanto, que cuando un científico está pergeñando una hipótesis o una teoría sería contradictorio introducir en su argumentación la acción divina, lo lógico sería adoptar una postura ecléctica.

Es bien conocido que, a lo largo de la historia, el ámbito científico tuvo que soportar la influencia de sistemas filosóficos basados en atribuir a la fe una primacía sobre la experimentación, existiendo consecuentemente un antagonismo entre religión y ciencia, al impedir la primera los avances de la segunda. Ejemplos elocuentes de lo dicho ocurrieron en el Renacimiento, cuando Copérnico formuló la teoría heliocéntrica del Sistema Solar refutando la geocéntrica del griego Ptolomeo. Dado lo revolucionario de su modelo tardó en ser aceptado, hasta que un siglo después fue ratificado por Galileo, demostrando que los planetas giran en torno al astro rey; ello supuso un golpe bajo a las ideas religiosas imperantes pues se cuestionaban los cimientos escolásticos, condenando la Inquisición sus postulados heréticos. El proceso a Galileo representa el paradigma de un conflicto entre autoritarismo y libertad de raciocinio.

Algo parecido aconteció a mediados del siglo XIX cuando Darwin precisó que la evolución humana constituía un hecho aleatorio al que denominó "selección natural"; a pesar de que sus principios fueron aceptados por muchos científicos, la hipótesis clave era demasiado audaz como para ser admitida sin reparos y no se libró de severas críticas eclesiásticas. Hechos similares sucedieron más recientemente con el paleontólogo Teilhard de Chardin por sus aportaciones a la evolución universal, siendo prohibidas en 1962 por los exégetas de la Congregación del Santo Oficio.

Otro tanto ocurre con las modernas investigaciones sobre el Big Bang -no deja de ser curioso que las ideas originales sobre la expansión del Universo fueran propuestas por un sacerdote belga, Georges Lamaître-, que propugnan que el mundo vio la luz mediante un estallido cósmico por generación espontánea. Y qué decir del bosón de Higgs o de los usos de las técnicas de clonación, terapia genética, o de otros avances cosmológicos y bioquímicos.

Se ha especulado mucho acerca de las causas de la difícil compatibilidad entre los puntales de la divinidad y del conocimiento, existiendo bastante unanimidad en que una muy importante es que las religiones se basan en la autoridad de un texto sagrado (Biblia, Corán?) o de un líder infalible (llámese profeta, chamán, rabino, califa, imán o Papa), mientras que para el mundo científico ni siquiera sus héroes más valorados tienen el honor de ser indiscutibles o irrefutables. Por otro lado, se encuentran las explicaciones realizadas, desde una perspectiva naturalista, de fenómenos que causaban misterio y turbación, tales como enfermedades, terremotos, rayos, truenos, cataclismos varios, etc., y que habían sido, en buena medida, monopolizados por el secretismo de los credos.

Diferentes estudios estadísticos desarrollados sobre esta temática por entidades prestigiosas (p. ej., Royal Society, la Academia de las Ciencias del Reino Unido) y/o publicadas en revistas del máximo impacto (Nature, con altísima valoración en el Journal Citation Reports) concluyen unánimemente que el grado de creencia de los profesionales de la ciencia es bastante inferior al del resto de las personas, lo que ha llegado a conjeturar que a mayor nivel educativo disminuye la probabilidad de creer en Dios. Dentro de la comunidad científica, los calificados de "normales" son más religiosos (aun así, alrededor de un 60% se manifiesta no creyente) que los pertenecientes a la "élite" -englobando premiados con el Nobel-, entre los cuales es patente su alta irreligiosidad, manifestando las encuestas que entre un 70 y 90% de ellos se declara ateos o agnósticos. También evidencian las indagaciones que los porcentajes de incrédulos aumentan progresivamente con el paso del tiempo a lo largo del pasado siglo y lo que llevamos del actual.

Las observaciones categóricas del prestigioso científico Stephen Hawking suscitaron gran revuelo cuando afirmó que "la creación espontánea es la razón de que haya algo en lugar de nada", de modo que no era necesario invocar un plan divino para comprender el origen del Universo. Sin embargo, y dado que también existen excelentes científicos que profesan profundas convicciones religiosas, no parece oportuno convertir en axiomas las sentencias emanadas de la epistemología o, para que se entienda mejor, lo que asevera Hawking, por mucha notoriedad que posea, no tiene porqué ir necesariamente a misa. No debemos olvidar que los resultados científicos son susceptibles de ser revocados por experimentos u observaciones posteriores y que rara vez proclaman una verdad o certeza absoluta.

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