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La desconfianza de las Inocencias

Este verano la pandilla, fratría o cofradía de amigas hermanadas hace muchos años, algunas desde los días de la niñez, se hallaba a punto de volar a Alemania para pasar unos días en Maguncia, la mayoría por su excelente vino, como era el caso de Parrula Grelos, otras por conocer la ciudad natal de Gutenberg y las dos hermanas Pis para visitar a frau Hildegard Grundwald, una nonagenaria, antigua compañera de colegio y muy amiga de su difunta madre.

Sin embargo el viaje comenzó a torcerse y retorcerse debido a las noticias alarmantes y poco claras que comenzaron a llegar de ese país después de la matanza de Niza; noticias tenebrosas respecto de las continuadas agresiones que sufría la gente tanto en las calles como en lugares públicos: ataques con un hacha a los viajeros de un tren por parte de un joven afgano; a base de tiros de otro joven, este un germano-iraní, que mató a nueve personas e hirió a más de dos docenas; o usando un machete, manipulado por el sirio que acabó con la vida de una mujer y dejó a dos personas heridas, o mediante el estallido de una bomba, explosionada por un emigrante de Siria que le causó a él mismo la muerte y dejó quince lesionados, y todo ello sin que se dieran explicaciones convincentes pues, de acuerdo con los partes oficiales, los móviles de todos esos actos criminales se debían a algo muy socorrido, a lo que se recurre siempre que no se sabe la verdad verdadera o no se quiere admitirla ni decirla, como es echar mano de algo tan manido que consiste en diagnosticar de enfermos mentales a los agentes de tales siniestros y contar que son personas con problemas psicológicos graves o a tratamiento psiquiátrico, como si todos los que padecen esa clase de mal fueran unos asesinos malvados y sádicos que disfrutaran matando, una magna mentecatez, algo estúpido e injusto como es calificar de lunático al machista que golpea a su mujer todas las noches de luna llena, porque en realidad ese maltratador es algo mucho peor: un muliercida hombre lobo, en cuyo comportamiento de bestia nada tiene que ver Selene.

Y resultó muy curioso, por no decir sospechoso, que en todas las declaraciones de la autoridad competente que se referían a esos casos alemanes tan tremebundos como estos haya habido un notorio apresuramiento en subrayar que los crímenes no tenían nada que ver con el islamismo y su guerra santa; y también era extraño que quienes tenían la obligación de relatar con todo verismo esos sucesos espeluznantes dijeran y se desdijeran en manifestaciones sustanciales de lo acaecido, como declarar primero que en el tiroteo de Munich habían participado tres pistoleros y luego reducirlos a uno, sin esclarecer el porqué de responsabilizar previamente de la matanza a un trío de criminales.

Las mentiras, las ocultaciones, según comentó con amarga sorna Marilís, son práctica habitual de los maringoneadores que, desde las alturas del poder, tratan desconsideradamente, como clase inferior y cretina, a la ciudadanía, la misma que los eleva y los sienta en confortables poltronas, les da de comer y beber, los viste y calza y a la que explotan todo lo que pueden.

Por todo ello las Inocencias, como dijo Melina Pombal, confiando en la desconfianza que sentían debido a todas esas noticias luctuosas que llegaban de Alemania, después de la macabrada masacre de Niza, y el hecho aterrador del degollamiento en una iglesia de Normandía de un sacerdote católico que se hallaba celebrando misa, cancelaron de momento su viaje a Maguncia, esperando que los calores de agosto amodorrasen y sedaran a todos esos matarifes derramadores de sangre humana, fueran locos dañinos y malvados o cumplidores de los mandamientos de su religión, y entonces sí podrían al fin volar a la bella ciudad, cuna de los primeros libros incunables, aunque Brenda Tusano, antes Gusano, propuso que se fueran ya, cuanto antes, a cualquier isla de Croacia. Pero las hermanas Pis, con aire muy lastimero y fúnebre, anunciaron que ellas no querían ir a ninguna playa croata y sí visitar a Frau Hildegard, ya que podía ocurrir que el año próximo, por aquellas fechas, ya no estaría en este mundo, sino en el otro, al que se viaja, se quiera o no; y al final todas, de común acuerdo, decidieron no precipitarse y esperar un tiempo prudencial para tomar una determinación definitiva, salvo Cecilia Barca, que soltó una de sus carcajadas intempestivas y una retahíla de incoherencias acerca de que ella tenía cada día más pavor a las religiones que eran organizaciones criminales para matar herejes, como había sido la católica inquisitorial española; y anunció sonoramente que se apuntaba a lo de Croacia o adonde fuera, aunque personalmente preferiría ir a algún lugar de Italia, porque estaba segurísima de que nadie tenía eso de lo que tanto presumen los varones para ponerse a tirar bombas por miedo a la mafia. En tanto, comenzaría a leer el libro que había pensado empezar durante el vuelo a Alemania: "La isla de las Iguanas y otros relatos", relatos, cuyo autor era -sorpresa, sorpresa exclamó en tono infantiloide- Ramón Fonseca Mora, uno de los abogados consejeros de los chanchulleros empapelados de Panamá y escritor de novela senil y juvenil y de cuentos. Ella ya había leído su "Ojitos de Ángel", una historia ejemplarizante y con mucha moralina acerca de Julio Vargas, un multimillonario cuya finalidad en la vida era aumentar su inmensa fortuna, hasta que un día se despierta en un hospital público, adonde lo llevaron apresuradamente para salvarle la vida, tras sufrir un accidente de coche y, pese a sus protestas, no lo trasladan a uno privado para pacientes forrados de millardos de euros o dólares, de modo que comparte habitación con Mercedes, Mechi, una niñita de mirada angelical, que le cambiará la vida.

Algo -apostilló mirando fija y malévolamente a Goyita Mir, la filopepera, pero no fundamentalista- que no les pasaba a Rato y demás ratones corrompidos del P2 o PP.

Puaf, expelió con asco Magú. Eso del encuentro del viejo millonario y la niña pobre es infraliteratura de la peor clase.

Cecilia, sin renuencia, le dio la razón, pero confesó que a ella le gustaba consumirla de cuando en cuando, por lo mismo que, a veces, ingería glotonamente comida basura, agregando que las vidas de todas las personas eran súper e infraliterarias y que en ocasiones protagonizamos un culebrón y en otras una novela de Kafka, y que quienes escribían, aunque fueran buenos profesionales, no siempre eran Faulkner y, por lo tanto, sin darse cuenta podían entrar con pie ligero en el territorio de Corín.

Luego pidieron otra ronda del mismo vino y brindaron por la libertad y el final definitivo de todas la guerras y de los guerreros.

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