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Opiniones de un nómada

Desde los Alpes, en el lago de Garda

Parece que actualmente quedan en el mundo solo unos 40 millones de seres de pueblos nómadas. Ser nómada es una característica de persona inquieta, algo trashumante y ciertamente no enraizada a ningún lugar ni a ningún grupo social establecido y sedentario. Ser nómada, en definitiva, es estar con el hatillo siempre listo, los ojos muy abiertos, la espalda a veces descubierta, ver crecer la hierba en la lontananza, sentir los vientos alisios en las mejillas y distinguirlos de los contralisios y circumpolares, distinguir la distinta salinidad de los mares, sorprenderse con los diferentes susurros y lenguas y cantos de los pueblos, sentir diferente la térmica de las manos de las distintas razas y comprobar la densidad aparente y real de las diferentes culturas. Por eso, ser nómada es tener algo de águila voladora y de mamífero estacional.

Desde mi infancia, mi mente siempre voló a otros mundos y otras ensoñaciones, de tal manera que fui creándome un macro mapa de lugares donde deseaba ir, estar, vivir, sentir, sufrir, disfrutar, etc. A lo largo de la niñez, ese mapa se fue concretando y grabando en lo más profundo de mi ser, convirtiéndose en metas concretas que ansiaba alcanzar, llevándome a un tiempo a sentirme desarraigado de la triste pequeña sociedad de postguerra en la que me criaba y crecía, y del pequeño pueblo que me miraba como a un hijo destetado a destiempo y en mala hora.

Pronto empecé a volar, marcando territorios, meando largo y profundo para definir, en círculos concéntricos, los espacios explorados y fijando las fronteras que habría que ir traspasando cualquier mañana. Fui rellenando con el tiempo, con pequeños hitos, los lugares más recónditos de mi propio mapamundi y procuré ahondarlos en la medida de lo posible. Era esta una manera de ir nominándolos como Adán a las fieras. Y más aún, era sembrar espacios, horizontes y corazones con memoriales perennes. Era abrir la mente a otros mundos y salir del localismo y nacionalismo asfixiante donde me sentía atormentado, como los personajes de Huis Clos.

Mi nomadismo me llevó a límites de anécdotas duras unas, graves otras, empáticas a veces y a relaciones de amistad, amor y rechazo, que iré desgranando en esta columna para que el voraz tiempo no las devore en el vacío.

Y al día de hoy, donde la fatiga de la condición física me sobrepuede, prefiero asentarme un poco más en cada sitio y ahondar en los espacios al sol y a las sombras. Y pararme ya a escribir experiencias y veracidades reales o virtuales porque el tiempo todo lo desdibuja y redibuja. Y cuánto daría por llegar virgen a esta aldea, donde me siento ya no solo desarraigado sino extraño, solitario e indiferente a las pequeñas cuitas, de las que hablaré a pesar de todo cuando llegue la ocasión. Con rabia, a veces, siento rebelarse mi sangre, ante la ceguera, la opacidad, la servidumbre y el rebañismo de la inmensa mayoría. Por todo ello, me sorprende, al retornar, la mediocridad circundante, las lenguas que hablan de lo propio como si el mundo, este gigantesco mundo de miles de millones de habitantes no existiese. Qué decir de esa forma tan playa de hablar del "Como esto no lo hay", "Esto ye único", "Hay algo más guapo que esto"... Y qué decir de los que descubren mundos e "ismos" en cada acción cultural que ellos mismos programan, sin haber mirado atrás o alrededor. Y de ese adanismo imperante en los acontecimientos culturales. Y de los snobs que sin haber pisado el Olimpo se sienten dioses "supramodelnos" asentados en el mismísimo "omphalos".

Hay en mi vida varios intentos como el del Revillagigedo, que terminaron siempre esparcidos en tierra baldía y por los que tendría que aplicarme aquello que decía, con gracia andaluza, un buen amigo, director por entonces del Museo Picasso de Málaga, "ya me cansé de desasnar tanto borrico".

Hoy, aquí, en el norte de Italia, intento aprender algo de una idiosincrasia de la zona de los Alpes, en el Lago de Garda, por ver cómo complementan mi pobre cultura estos aires del pasado y de la modernidad. Aquí, el paisaje del lago con las estribaciones alpinas y los pueblos de la Lombardía y el Véneto que lo circundan, se convierte en cultura expresa, abundante de historiografía del arte e historia política reciente. Y al final sé que, como siempre, no sabré nada de nada y pediré más tiempo al dios de los dioses para re-volver y seguir oteando en la vida.

Escribiré sin duda sobre Saló, a la orilla del Garda, como última capital mussoliniana, retratada en la provocativa película de Pasolini. Pasear por sus calles y sus alrededores y sentir la negrura obscena que fue la presencia del Duce ha sido toda una experiencia vital. Y sin duda también escribiré sobre la sorprendente y exquisita emoción espectacular y monumental del "Vittoriale de los italianos", obra de Gabriele D'Annunzio y sobre su impactante, decadentista y teatral casa de extraordinaria y agobiadora decoración, propia del dandismo que practicó el, discutible políticamente, genio poético de D'Annunzio, que se sitúa a poca distancia de Saló, en Gardone, otro pueblo ribereño del Garda. Y escribiré, como dije, sobre los mil y un pasajes de mi vida que puedan tener interés para cualquier lector, hermano del nomadismo. Pasajes que tocaron y tocan la cultura y la historia para intentar frenar la mortandad cultural y estética, identificada en la enfermedad de la Joven Emperatriz de La historia interminable, y como una manera de luchar contra la Nada que devora la Fantasía.

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Post scriptum. Estas columnas deben su nombre a un homenaje personal y reverencial a Paul Bowles por el encuentro que teníamos que haber mantenido en Tánger, en las postrimerías del pasado siglo, y que habrían de encajar en mi último proyecto ignoto para el Revillagigedo: El arte contemporáneo vecino: Marruecos, que el destino frustró.

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