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Detrás del mostrador

Reflexiones en torno a los bares, a quienes los regentan y a los que los frecuentan

-Usted me dirá?

Detrás de los mostradores hay personas que llevan la empatía escrita en la frente, que están contentos y transmiten optimismo tras la discreción y la eficacia. Son cercanos, útiles y saben cómo tratar al cliente.

Parece fácil, pero es un arte. Todos conocemos calles con esquinas privilegiadas -llamadas a triunfar en cualquier actividad- que fracasaron porque el responsable del servicio fue incapaz de estar pendiente de los pequeños detalles. Por ejemplo: poner con mimo un café -hacerlo irrepetible- no está al alcance de cualquiera. Un automatismo que puede ser ritual si te cuidan y saben mirarte. Un refuerzo simple que recupera diariamente el valor de la comunicación.

Hay locales entrañables que en cuanto llegas te infunden confianza, sugieren emociones y te dan la bienvenida para que realmente te encuentres como en casa. Hay camareros que son auténticos maestros: hacen grandes los espacios insignificantes y ofrecen conversación si un día lo necesitas, pero que también te respetan en silencio si optas por mantenerte ausente.

Existen espacios impecables en el día a día en los que te encuentras como pez en el agua y que te proponen un plan para superar una soledad urgente. Son también escenario para personajes antagónicos con conversaciones a veces hilarantes. Una vez escuché una expresión intercalada entre dos parroquianos:

-A mí... qué quies que te diga, ¡tírame la barra!

Al final, no pude concluir si lo que le atraía como un imán era el cubalibre o las perspectivas que ofrece ver el mundo desde allí. Es como si el hecho de apoyarse en el mostrador te confiriese un estatus especial, una mejor puesta en escena o un punto de vista privilegiado. Quizás todo a la vez.

Dicen que Asturias es líder nacional en este tipo de establecimientos por habitante. Hay un bar para cada uno en la vida; el caso es encontrar el tuyo. Los hay que están siempre de bote en bote y, sin embargo, te hacen sentir importante. Otros, sin embargo, están desangelados, sin gente y sin ilusiones. Son de ésos que cuando pides la consumición el semblante del propietario es de tal abatimiento que casi te lo recrimina por haber quebrado su ostracismo.

En los bares tendemos a crecernos al ser propicios para el verbo grandilocuente. Explicando situaciones, definimos nuestra retórica de tiempo libre. El bar es también un filtro, hay cosas que no se pueden llevar a casa en crudo como la victoria de Trump. Mejor procesarlas primero con una caña al lado de la máquina tragaperras. Con luces cortas o largas, una conversación con la tele puesta y algarabía suficiente no tiene precio: es una secuencia inimaginable en otro país que no sea el nuestro. Una experiencia, por ello, que se hace imprescindible si alguien viene de fuera y quisiera conocernos.

Pero seamos razonables: no se trata de buscar en los bares conexiones afectivas, pero sí reconocer su papel en el universo particular de buenos y malos momentos. Son tan nuestros que hablar de ellos es hacerlo de lo esencial de nosotros mismos. Todos deberíamos ponernos detrás de un mostrador de vez en cuando, situarnos en la piel de los demás y separar, como ejercicio, la persona del personaje en serie.

Verbalizaremos entonces aquello de "el señor me dirá?" y una cara que nos suena nos mirará a los ojos para espetarnos, no sin resignación, "lo mismo de siempre".

Cuando eliges un bar sobre todos los demás incorporas una nueva luz a tu vida social. Un refugio de complicidad.

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