Embarazosa situación la que afecta al Festival Internacional de Cine de Gijón. A diez meses de la celebración de una nueva edición, lo peor que le puede pasar al evento, claramente devaluado en los últimos años, es que el parto del nuevo director se retrase y obligue a recurrir a una cesárea. A lo que parece, el nombramiento viene de nalgas, situación que tiene al equipo de gobierno preñado de dudas: no acierta a discernir si la alfombra del paritorio será roja, azul o rosa.
Hay muchos asuntos pendientes de resolver antes de la próxima cita cinematográfica que exigen disponer cuanto antes de un bebé lustroso. Hay mucho cine que ver, muchos festivales que visitar, numerosos contactos que hacer, una programación que confeccionar...
No convendría que por las prisas la elección del director obligara a utilizar fórceps. Resultaría doloroso para el proceso y para la imagen de un festival madurito, que ya creció y que pasó hace bastantes años su etapa de lactancia.
Mal asunto sería para la muestra gijonesa que la solución definitiva que se adopte parezca a ojos de la crítica un parto inducido. Habría en ese caso quien cavilaría que se rechazó el proyecto del único candidato que llegó a la final con la intención de repescar con epidural a alguno de los descartados.
Tras un proceso de selección fallido por culpa del nivel de inglés de la última criba de aspirantes, el guión del festival de este año parece una película subtitulada. Ojalá no acabe siendo de terror. O una comedia bufa.
