La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Azorín lector

El amor por los libros del escritor José Martínez Ruiz en el 50.º aniversario de su muerte

Las predicciones de una inmortalidad asegurada, cuando hayan transcurrido tres décadas desde el momento presente, como proclaman los premonitores de un mañana inacabable en este valle de lágrimas, van flaqueadas por una cohorte de interrogantes acerca de la bondad de la idea, especialmente si aparece, en ese horizonte de infinitud, la posibilidad de que bien la soledumbre, bien la compañía de algunas personas, sean también eternas.

La pregunta acerca de si los gozos del Paraíso van a ahitar al bienaventurado en un tedio interminable ha sido de siempre. Es una de las primeras que plantea un niño cuando se le dice que existe una vida después de la muerte. En la película "Nosferatu", de Werner Herzog, Klaus Kinski confesaba a Bruno Ganz lo insoportable que se le hacía la situación imperecedera que le aherrojaba: "Mi querido Jonathan Harker, no sabe usted lo que supone verse obligado a repetir durante siglos las mismas tristes, banales experiencias". Mas todo esto nada tiene que ver, por supuesto, con la amorosa y plenificante visión de la gloria de Dios.

Umberto Eco hablaba, en cambio, de una especie de inmortalidad hacia atrás, la cual acontece por medio de la lectura: "El que no lee, a los setenta habrá vivido sólo una vida. Quien lea, habrá vivido cinco mil años". El profesor piamontés, que fue un bibliófilo consumado, hallaba, en su nutrida librería, inagotables extensiones imaginativas de su circunscrita existencia local y temporal. En las baldas de las estanterías de su casa reposaban más de treinta mil volúmenes, que no había leído en su totalidad. Muchos pasaban directamente de la bolsa de la compra a los blancos plúteos de su amplio estudio. Estaba convencido, sin embargo, de que la sabiduría contenida en aquellos libros no leídos se instilaría, como por ósmosis, en su cabeza.

Eco amaba los ejemplares raros y antiguos. Como Azorín, del que se conmemora ahora el quincuagésimo aniversario de su fallecimiento. Fue el 2 de marzo de 1967. En estos días en los que las editoriales españolas ocupan las avenidas del parque madrileño de El Retiro para mostrar, en la Feria del Libro, las novedades que han publicado a lo largo del primer semestre de 2017, el visitante, aunque sólo sea por el hecho de deambular y pararse a leer los títulos, índices y prólogos de las obras ordenadamente dispuestas sobre los tableros de las casetas, se siente epígono de aquellas figuras portentosas que han pertenecido a la Edad de Plata de nuestra cultura. Entre ellas, la de José Martínez Ruiz, Azorín, a quien le gustaba hojear los libros de los tabancos de los alrededores de El Retiro y del Jardín Botánico. Su domicilio, en el número 21 de la calle Zorrilla, justamente detrás del Congreso de los Diputados, no se hallaba lejos de aquellas aceras y paseos por los que transitaban los incontinentes, inermes y entregados letraheridos de la Villa y Corte, y de toda España, seducidos por el ineluctable atractivo de las folias impresas, cosidas y encuadernadas.

El escritor de Monóvar se ufanaba de poseer originales ediciones de La Rochefoucauld, Barbin, La Bruyère y Jean Racine. Se deleitaba en la lectura de autores franceses, cuyas obras había adquirido en París, y en la de los libros que se había procurado en los negocios de lance. Así, por ejemplo, algunos provenientes de la biblioteca de Cánovas del Castillo, dispersa en lotes tras la muerte del cultísimo político malagueño.

Azorín no se deleitaba tanto, sin embargo, en el volumen de formato grande como en el chico. "Amamos la bagatela con pasión". Ese que fue descubierto casualmente en un tenderete callejero y que, por su manejabilidad, lo acompañaba en los viajes. Luego, ya en casa, lo depositaba sobre el rimero que se alzaba sobre una mesa o una silla, constituyendo un túmulo de obras pequeñas, superpuestas irregularmente, con ese desorden que es tan del gusto del lector curioso, del pesquisidor de anécdotas y de informaciones accidentales. Como Sherlock Holmes: "Tengo un amplio almacén de conocimientos inútiles, sin ningún sistema científico, pero que están a disposición para las necesidades de mi trabajo. Mi mente es como un almacén abarrotado de paquetes de todo tipo que se conservan sin orden ni concierto; son tantos que es posible que sólo tenga una vaga percepción de todo lo que contiene".

Y con los libros le sucedía a Azorín lo mismo que con todo lo demás. Así como sentía complacencia en acomodarse ante un objeto cualquiera y describirlo en un papel, hasta fatigar las meninges en la búsqueda del vocablo exacto, alababa la práctica de hacer anotaciones en los márgenes y en las guardas de aquellos. Nada de fichas (papeletas, decía él). "Allí en el volumen, perdurablemente, estará el fruto de la lectura del lector". Aspiraba a formular en síntesis las ideas que se contenían en él. "Sin secas y desabridas papeletas, tiene en el libro mismo, como un todo vivo, el extracto de la doctrina del volumen".

Mas en Azorín, al igual que en todo buen y exhaustivo lector, se produjo esa condensación a la que se arriba cuando se han dedicado horas infinitas a la frecuentación de toda suerte de obras y géneros literarios, hasta reducir a dos títulos inmortales, inmensos y esenciales todo el bagaje allegado durante una vida bibliófila: el "Quijote", de Cervantes, como es natural, y también el "Libro de la oración y meditación", de fray Luis de Granada, escritor al que Azorín tenía por iniciador de la lengua castellana moderna, y a este libro de espiritualidad cristiana por una de las dos obras emblemáticas de la cultura en lengua española.

Compartir el artículo

stats