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Mezclilla

Carmen Gómez Ojea

Colchón y pocillo de palomitas de maíz

El capitalismo sigue subiendo, ensanchando, creciendo, engordando pero, ¡ay, qué dolor y qué pena!,no acaba de reventar, sino que, todo lo contrario, se robustece y sigue pisando fuerte, muy, muy farruco, chulesco y altanero, pues resulta pavorosamente increíble que, a estas altas horas de vida civilizada de las criaturas mamíferas humanas, haya especímenes de los dos géneros, femenino y masculino, que vivan muy ricamente como explotadores y beneficiarios de la fuerza de trabajo no pagada o, lo que es lo mismo, robada a semejantes, a quienes sin dengues ni contemplaciones esclavizan, como es el caso de esos empresarios del ramo de hostelería que contratan al lumpen más débil, vulnerable y desamparado para trabajar jornadas de dieciséis horas en sus hostales, a cambio del generosísimo salario consistente en una colchoneta para dormir y un pocillo de palomitas de maíz para comer y agua del grifo para beber; y hay mendigos, a quienes usureros despiadados les cobran tres o cuatro euros cada noche por acostarse en un montón de harapos y, en el caso de que no dispongan de esa cantidad, son tan caritativos y bondadosos que les permiten dormir sobre el felpudo del rellano de la escalera; así, no milagrosamente, sino con mucha penuria, infinito cansancio y hambre, sobrevive y se mantiene en pie mucha gente trabajadora esclavizada, sin que a los esclavistas se les multe y se les clausuren sus negocios basados en torturar y oprimir a esas personas carentes del cobijo de un suelo y de un techo, las más pobres, las paupérrimas que solo tienen su cuerpo para subsistir, prostituyéndolo muchas veces o vendiendo su fuerza y salud para no morirse e ir tirando de sus huesos. Y todo esto no es una fantasía capciosa ni una mentira malintencionada ni una añagaza con la intención de ponerles colgando del cuello carteles a los pobrecitos empresarios, llamándolos ladrones, chupasangres, gentuza malsana y matadora. Muy al contrario, esto es una verdad verdadera y vieja, muy vieja, una antigualla insufrible y venenosa como lo es igualmente su causante: la existencia de las clases y la lucha por su desaparición, que siempre pierden los pobres, como ocurre también en las guerras, en las que mayormente mueren los que son carne de cañón, es decir, los soldados, no los capitanes ni los altos mandos.

Cuando tenía ocho años descubrí atónita y excitada que los cuentos eran verdad, que sus historias habían pasado, estaban ocurriendo o sucederían en cualquier lugar. Ese hallazgo lo viví una tarde otoñal de mucha lluvia, durante la clase de labor que consistía aquel día en hacer en un trapito un ojal y coser en él un botón, al enterarme entonces de que Amparito, mi compañera de pupitre, era una verdadera Cenicienta pues, aunque ya me había hablado de que su madre se había muerto cuando era ella muy pequeña, pero recordaba el olor de su perfume de rosas de Parma, y de que tenía una madrastra y dos hermanastras, que iban a otro colegio del que eran alumnas desde muy pequeñas, no me había dicho jamás que su padre las quería más que a ella, pues no le hacía regalitos y, en cambio, a Martana y a Imelda les compraba cosas sin parar, casi todos los días, y las dos se las pasaban por la cara para hacerla llorar. Lloraba mucho y siempre a escondidas para no disgustar a su padre y no darle gusto a su madrastra, que disfrutaba viendo sus lágrimas.

Amparito me hablaba de su madre con emoción, cariño y honda pena. Mucho tiempo después me enteré de que era una mujer muy joven, alocada e inmadura, incapaz de criar a su hija, que creció sana y feliz gracias a su abuela materna hasta el segundo matrimonio de su padre con aquella arpía, tan maligna como las vulpejas de sus dos hijas, un par de endemoniadas, y supe que era cierto su sufrimiento causado por la madrastra y las hermanastras, pues las tres la martirizaban para divertirse y burlarse de sus llantos, pues verla llorar les producía una risa estrepitosa. Y además le decían que su padre era un santo por tenerla allí, a su lado, ya que ella le recordaba a su madre, que se había portado con él como una diabla, gastándole su dinero en joyas carísimas y en abrigos y gorros de piel de marta cibelina rusa; y en organizar banquetes, donde se comía caviar Beluga000 y corría como un río el champagne Möet Chandon Dom Perignon y un vodka carisísimo. Había sido, por tanto una bendición del cielo para su padre que aquella mujer se muriera antes de dejarlo arruinado, en una total miseria.

Amparito era una Cenicienta que no tuvo a su hada madrina, pero sí a una mujer, Celsa, que había vivido muchos días de su existencia en los lugares más míseros y más llenos de dolor y horror del Planeta Tierra, luchando contra el trabajo esclavo; y al llegar a la mayoría de edad se fue con ella a pelear contra los ricos que convierten los cuerpos de los más pobres en carne molida. Y allí siguen dándose a quienes nada tienen, porque nacieron despojados por ese sistema cruel, tan vejatorio, tan humillante, tan maligno, tan sádico, tan minador, tan letal como es el capitalismo.

Y también conocí a un Pulgarcito de siete años, que no se llamaba así, sino Mauri, hipocorístico de Mauricio, hijo de una planchadora y de un carbonero; un niño que se ocupaba de sus dos hermanas gemelas de tres años y del bebé de ocho meses, mientras la madre y el padre, a quienes les dolía terriblemente tener que utilizar a su hijo de niñero, estaban trabajando fuera de casa. Mauri, contaba la madre llorosa, le cambiaba los pañales al pequeño y le daba los biberones y lo acunaba para que se durmiera; y les servía la comida a las niñas y bailaba y les cantaba para entretenerlas. También les contaba un cuento inventado por él, titulado "El niño feliz". Era la historia de un niño de nueve años que iba todos los días al colegio, con una mochila llena de cuadernos, de libros, de lapiceros y de lápices de colores y en su casa había libros de cuentos y él los leía y le encantaba aprender las lecciones y hacer los deberes del día siguiente y jugar en el patio y tener muy buenas notas? La verdad era que él, Mauri, iba muy poco a la escuela,casi nunca en realidad, pero tuvo la inmensa suerte de encontrar inesperadamente a su hada madrina, una vecina, maestra jubilada que, conociendo su penosa situación y, dado que aquel niño era muy amable, educado y risueño, decidió darle clase al anochecer, cuando él ya había terminado sus ocupaciones hogareñas. Esto ocurría en los lejanísimos últimos años de la década de los cincuenta y comienzo de los sesenta, pero la explotación infantil, esa terrible tara social, existe y persiste hogaño como antaño, pese a que robarle la infancia a una criatura de pocos años, obligándola a convertirse en adulto y a realizar trabajos fatigosos e impropios de su edad, sea un pecado mortal contra la caridad o, lo que es lo mismo, un pecado gravísimo de falta de amor al prójimo y merecedor de la condena al fuego infernal eterno. Pero los católicos nada cristianos se sienten incólumes y protegidos de ese severísimo castigo por la Santa Iglesia y la cruz que ponen en la declaración de la renta.

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