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EDITORIAL

Si se sumara en algún momento todo el dinero que los sediciosos han destinado a crear una fiel red clientelar, alimentar el monstruo identitario y promocionar su causa por el mundo, hasta los propios independentistas quedarían anonadados. Esos cientos de millones de euros tirados a la basura en propaganda dejaron de dedicarse a hacer más livianos los recortes de la sanidad o la educación, muy drásticos en Cataluña, porque así lo decidieron sus propios gobernantes, encastillados en el victimismo y encelados en otras causas. ¿Y quién va a asumir ahora lo gastado en esta juerga grotesca que aún sigue generando cargas por latitudes belgas? Todos lo sabemos: los contribuyentes.

El camino de estos años en busca de la falsa tierra prometida ha dejado una evidencia. La independencia es esencialmente un asunto económico, ruinosa para varias generaciones en el mejor de los casos. Las naciones, interconectadas como nunca, distan mucho de las de hace dos siglos. Las fronteras no las marcan hoy los territorios, la etnia, el acervo, la historia o los ejércitos, sino la capacidad de generar riqueza y bienestar. Y una sociedad próspera casa mal con la aventura y resulta inseparable de la seguridad jurídica y la estabilidad. El "procés" empezó a pinchar cuando las primeras empresas hicieron las maletas. Hasta los revolucionarios contemporáneos occidentales prefieren, antes que lucir patria, vivir bien. Los ideales no dan de comer.

Sin ocurrir nada drástico todavía, asusta el coste que ya adquiere este torpedo sobre una economía que recuperaba robustez. Los españoles serán más pobres. El PIB caerá en 25.000 millones de euros, que se esfuman de sus bolsillos. Deuda cara, crédito restringido, inversiones en el aire, parados que con el motor a pleno gas hallarían acomodo en el mercado laboral en 2018 continuarán sin ocupación.

España necesita aprovechar esta ocasión para sentar las bases de un modelo que reconozca la complejidad de sus pueblos y la diversidad de sus gentes, pero que resulte tributariamente justo y sin prebendas para nadie. El mito de las balanzas fiscales ha quedado desmontado. ¿Quién aporta más al erario? No éste o aquél lugar, sino el ciudadano con ingresos superiores. Resida en Taramundi o en Manresa. En cualquier caso, una mirada territorial a las cuentas revela la lectura contraria a la que proclama el coro de plañideras. Las regiones ricas salen escandalosamente beneficiadas. Reciben del Estado una cantidad equivalente a la que sus contribuyentes depositan mediante impuestos, como en el caso de Cataluña, o incluso muy por encima, como en el País Vasco y Navarra. De expolio, nada de nada. El enésimo cuento.

Tenemos que recuperar a Cataluña como puntal económico, como fuente de ideas y de vitalidad del país, pero sin añadirle privilegios que dividan a la nación y generen españoles de primera división, en las zonas levantiscas y pudientes, y de segunda, en el resto. Para eso, ahora que un amplio bloque parlamentario parece decidido a abordar reformas conjuntamente con altura de miras, hay que empezar por reducir los privilegios. Entre otras cuestiones, para que esas mismas prerrogativas desaparezcan como meta de las reivindicaciones catalanas. Un aspecto a revisar, por ejemplo: el chollo del que disfrutan las autonomías forales por una inadecuada aplicación de este régimen. Ordenar esa relación no significa suprimir tradiciones arraigadas como el concierto y el cupo, sino imprimirles un carácter equitativo inobjetable en favor de los débiles. Un asunto de justicia.

La diversidad constituye uno de los tesoros preciados de España. Ni siquiera con la gravedad del golpe de Estado catalán sobre la mesa, existen argumentos para cuestionarla o imponer a rajatabla una uniformidad inventada. No encontraremos tampoco estimulante tan eficaz frente al igualitarismo desincentivador y castrante como recompensar la iniciativa y el esfuerzo de cada región. Pero eso en nada se parece a decretar distinciones entre españoles en función de su partida de nacimiento. El juego del agravio lo practican embaucadores con intereses inconfesables y espurios que, a sabiendas, retuercen con perversión la razón y la verdad porque en vez de ciudadanos exigentes y responsables prefieren engordar masas acríticas de fanáticos tras las que parapetarse.

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