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A fondo perdido

El traslado de una pareja de profesionales de Madrid a Asturias para cuidar de sus padres

Hace años, me sorprendió cómo una pareja de profesionales, con sus respectivas carreras asentadas en Madrid, habían interrumpido las mismas para estar cerca de los padres ancianos de ella. Se trasladaron a Asturias para empezar casi de nuevo respondiendo a la necesidad de no dejar solos a sus progenitores, aquejados de Alzheimer.

Me dejó impactado el gesto, la actitud, el sentido de la responsabilidad y tanto altruismo -virtud esta muy poco común-, así como la abnegación del compañero ante la necesidad emocional de su pareja. Tan raro me parecía el ejemplo que hasta me entraron dudas de si no estarían disimulando un fracaso laboral.

Es cierto que vivimos apretados, sin tiempo a empatizar más que con nuestro propio ombligo. Por eso, la gente desinteresada forma parte de esos ciudadanos raros que calzan números sueltos. Pero a lo mejor resulta que no es tan difícil rebelarse discretamente contra los estereotipos, desmintiendo de paso a los que creen que los valores están hoy sepultados por el egocentrismo.

Los datos recientes nos señalan que los hogares de una sola persona crecen como la espuma en nuestro país. ¡Uy, la soledad! Habrá que preguntarse dos veces... ¿quién acompaña a quién cuando arrimamos el hombro?

Pero que no cunda el pánico. Vivimos en una sociedad donde abundan los miedos, pero también las iniciativas valientes, desacomplejadas y generosas que nos recuerdan que una buena parte del sufrimiento humano es innecesario. Ahí están, por ejemplo, el creciente voluntariado ganando cada vez más terreno.

Cientos de personas en Asturias, muchos de ellos jóvenes, entregan parte de su tiempo libre a fundaciones, oenegés y asociaciones posibilitando así que los exiguos presupuestos sean más eficientes y, en algunos casos, que estas entidades benefactoras sobrevivan.

Suelen ser gentes anónimas, nada ruidosas, que responden con contundencia a las necesidades de los demás. Y es que a la gente no hay que mirarla a los labios para escuchar lo que dice, sino a los pies para ver en qué dirección camina.

Estas personas, que pasan desapercibidas, han entendido que nadie está a salvo hasta que se rescata a sí mismo. Nos transmiten el mensaje de que en nuestras manos está el desembarazarnos de la ansiedad que nos produce tanto individualismo.

¡Que curioso! Somos la especie más evolucionada pero, a la vez, la más abandonada a su suerte. Los factores que dominan nuestro mundo son la eficiencia, la productividad, la inmediatez. Patrones que se aplican a todo, desde la empresa hasta nuestro entorno más íntimo. Pero con esa disciplina colectiva no llegamos a superar esta mísera paradoja: no tenemos hijos para no perder confort, pero a costa de un suicidio demográfico que nos pasará factura con las pensiones futuras.

Tampoco hay cabida para la tolerancia, la compasión, la bondad o el perdón. ¡Y qué me dicen del diálogo! Entonces ocurre que el concepto mismo de calidad de vida desaparece. Postrados, solos entre la modernidad, intelectualizamos la situación para que no nos parezca demasiado estresante.

A veces, la vida te da a elegir y optas por no prescindir de las necesidades emocionales. A tal fin habría, de vez en cuando, que extender talones a fondo perdido como la pareja con la que comenzamos este texto. Hacer algo por los demás y convertirlo en un privilegio. Invertir en otros para sentirnos mejor haciendo que ellos sean los que ganan.

Eso sí: tenemos que asumir que los sentimientos, igual que el compromiso, no cotizan en Bolsa. Pero tampoco ser o hacer feliz a alguien lo hace y merece la pena.

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