Conocí a Santiago allá por los años setenta a través de mi marido. Habían sido compañeros de Bachillerato en el Instituto Padre Isla de León y, después de muchos años de vidas separadas, volvieron a encontrarse, ya como profesores, en el INB Juan José Calvo de Sotrondio, allá por el año 1977. Era éste el segundo destino de Santiago, después de obtener la cátedra de Griego en 1969, con apenas 24 años, y ocupar su primera plaza en el Instituto de Luarca, donde estuvo tres años y donde nació su segundo hijo, David. Sólo un año antes había nacido el mayor, Héctor. Por aquel entonces, en los tiempos complicados de la transición, Santiago ya hacía oír su voz. Nunca pasaba desapercibido. A pesar de su juventud, era ya un líder sin saberlo y sobre todo sin pretenderlo, en aquellos claustros difíciles de aquellos años difíciles. Luego, tras su paso por los institutos de La Calzada y Lugones, llegó al Alfonso II, donde yo estaba y donde tuve la suerte de ser su compañera y también su amiga. También conocí allí a Rosa Cristina, su otra mitad, gran mujer y mejor persona, que en estos momentos, con el corazón roto, está dándonos lecciones de dominio y entereza.

Eran los años ochenta y los institutos de Bachillerato, como se llamaban entonces, y particularmente el Alfonso II, contaban con profesores excelentes por su calidad y por su categoría profesional. Todavía recuerdo a algunos -José Antonio Monge, catedrático de Latín; Cristina Alas, de Francés; Mary Montero, de Lengua y Literatura; Antonio Blanco, de Física y Química; Francisco Diego, de Griego (al que precisamente sustituyó Santiago); Fernando Arango, de Matemáticas, y un largo etcétera- cuya sola presencia era un lujo para los que llegábamos, aún muy jóvenes y un poco asustados de estar en un instituto emblemático y prestigioso. ¡Qué lejos de ahora en todos los sentidos! Allí me di cuenta de la calidad excepcional de Santiago. No sólo por sus conocimientos en Historia Antigua y Filosofía Griega, sino también en el ámbito de las Ciencias (siempre recordaré una conversación sobre el átomo en la que me dejó boquiabierta), pero sobre todo como persona. Trabajador incansable, compaginaba su trabajo en el instituto, siendo ya doctor, con sus clases en la Facultad como profesor de Historia Antigua. Luego dio el salto definitivo y obtuvo la plaza de profesor titular de Filosofía Griega de la Facultad de Filosofía, en donde permaneció hasta ahora, siendo desde el año 2004 su decano. Qué lujo oírle en los claustros con su palabra siempre acertada y exacta. No se andaba por las ramas, era claro y contundente en sus razonamientos, aunque jamás imponía su criterio. Dejaba hablar y escuchaba siempre sin perder un ápice de lo que oía, con el interés de las personas inteligentes que saben que cualquiera, el más torpe, les puede enseñar algo. Aún recuerdo su sonrisa y sus frases siempre llenas de ingenio y agudeza. Y luego su palabra siempre amable y cariñosa, sin empalagos, en el momento oportuno. No puedo dejar de mencionar su coraje y su valentía, que demostró hasta el final. Recuerdo, hace apenas tres meses, una larga conversación telefónica, la última, mientras estaba inmerso en la oposición de habilitación para la cátedra y que él, con su chispa habitual y quitándole importancia a su proeza, me decía que lo hacía para ver si podía hablar una hora entera sin toser. Aún encima de su mesa, la última tesis doctoral que dirigió, sólo a falta de su defensa, en la que nunca podrá estar. Pero estará de alguna manera en la mente de todos. Los grandes hombres, y Santiago lo era, nunca mueren. En estos días tristes de su desaparición surgen con más fuerza los recuerdos en los que le conocimos y le admiramos. Y eso es lo que queda. Ya no disfrutaremos de su persona, pero ahí está el ejemplo de una vida entregada a los suyos, Rosa, Héctor, David y desde hace ocho meses su nieta Alba, a sus alumnos y a todos los que tuvimos la suerte de conocerlo. Gracias, Santiago. Hasta siempre.

María Jesús Blanco Acebal es

profesora del IES Alfonso II

y de la ETSIMO.