Motivos ajenos a la organización de la Jornadas han obligado al cambio de la orquesta inicialmente prevista, la Sinfónica de Estocolmo; del director, Jonathan Nott en vez de Sakari Oramo, y del piano solista, no con el esperado Horacio Gutiérrez, sino con la contratación a última hora de Dejan Lazic. De bueno ha tenido, por lo menos, una auténtica sorpresa, al habernos permitido disfrutar del excelente trabajo de un magnífico director como es Jonathan Nott. Nos consta que Nott rechazó otros pianistas antes de aceptar, finalmente, a Lazic, y después de oír su versión del «Concierto para piano n.º 1 en mi menor, op. 11» de Chopin intuimos el porqué. La propuesta de Nott puede cogerte con el pie cambiado, ya que no sorprendería la, a mi juicio, más estática visión de un solista de voz cantante y una orquesta de mero acompañamiento. Pero pese a que pueda gustar más o menos su personal enfoque de este concierto, muy escorado hacia una estética recogida, que no brillante, de un intimismo más propio del clasicismo -como si de un concierto para piano de Mozart se tratara-, que de un concierto romántico; su aportación no pasó, en absoluto, desapercibida. Para ello necesitó un solista que se plegara a ello, un solista con el que fundirse, más cómplice que protagonista. Aquí Dejan Lazic cumplió su cometido con solvente y fiel discreción, aun a costa de su lucimiento propio. Lo que sí parece indiscutible es que el papel de Nott en la dirección fue absolutamente excepcional. Con gusto exquisito traspasó la barrera de la partitura para lograr una sonoridad etérea, almidonada, de delicadísimos matices y afinaciones cristalinas que permitieron lo que casi nunca se consigue, la abstracción tímbrica en beneficio de la sonoridad musical.

La sinfonía n.º 1, «Titán», de Mahler no podía ir en otra dirección, y las peculiaridades de la obra se adaptaron a la esbelta pero contundente respuesta orquestal. Mahler necesita un gran dispositivo orquestal para sus logros, pero, a pesar de ser una obra de juventud -hasta él mismo o reconoció- en la que falta la profundidad de sus posteriores creaciones, destaca el hecho que, frente a una gran orquesta como la que dispone, no la usa para el empleo de grandes «tuttis» orquestales, más bien hace todo lo contrario, en un ejercicio de austeridad en el que pocos compositores estarían dispuestos a sacrificarse. Mahler bebe de la tradición epicéntrica del espacio en el que vivió, y esto está presente en su música. Parece haber unanimidad en que el último movimiento es quizás el menos logrado -ahí donde precisamente abandona esa línea de disciplina cuasi monacal para dejarse llevar por los efectos engrandecidos de la paleta orquestal-, lo que es en realidad un elogio, y que los tres primeros transmiten lo más humano del compositor, aunque también se le achaca su inclinación por el ornamento o, incluso, la ingenuidad de algunos de sus temas.

Pero, a mi juicio, lo más interesante es precisamente ese trabajo seccional, donde proyecta sus escenas sonoras como si de un montaje polifónico cinematográfico se tratara, en el que conjuga diversos espacios, una especie de multivisión sonora en la que juega con las secciones de la orquesta, para realizar a su antojo «flash-forwards», imágenes sonoras que hacen referencia al futuro y que pueden o no determinar el devenir de la obra, y también imágenes sonoras evocadoras del pasado, ¿su pasado?

La orquesta, en una disposición «a la vienesa» que mejoró no pocos aspectos de la claridad motívica, se comportó con una altura profesional sobresaliente. Nott no perfila una gestualidad direccional cercana a la perfección, pero las principales cualidades de un auténtico director fluyen por sus venas. Con una delicadeza sin límite, perfiló lo mejor de un Mahler que casi siempre se nos muestran excesivamente manierista. Nott fue un prodigio de compenetración con la partitura que no utilizó. Brilló la cuerda con luz propia y las posibles carencias se ocultaron en elegante discreción en un conjunto de absoluta solvencia. Fue sencillamente una «Titán» espléndida en su reproducción en vivo. En la sala de conciertos es donde obras como ésta alcanzan un esplendor que convierte las grabaciones en repetitivas copias de sí mismas.