Poco a poco el ciclo «Conciertos del Auditorio» va tomando altura, en esta ocasión por la presencia de la orquesta suiza «Zürcher Kammerorchester ZKO», un estupendo conjunto de cámara que goza de un muy alto nivel medio entre los miembros que la componen, lo cual les permite situarse en un elevado punto de partida a la hora de enfrentarse al repertorio. Con un conjunto así, que, por ejemplo, en el concierto de violonchelo se acopló a la perfección a las exigencias del solista y al devenir de la obra sin necesidad de director al frente, no es difícil que un poco académico Mayer realice su función con ciertas garantías.

Quizá nos hemos perdido la ocasión de disfrutar de él como clarinetista, pero como director está muy lejos de mostrar cualidades encaminadas al preciso control de lo que sucede en el mismo instante de la interpretación. Con un desesperante, por constante y poco preciso, amplio gesto circular y alguna que otra exagerada indicación de dinámica, casi nada significa su gestualidad en cuanto a la precisión de los tempi, el balance de planos sonoros en el preciso instante de la ejecución musical o en la búsqueda del relieve interior más sutil contenido en las partituras. Todo esto se observó en una lineal lectura de la «Quinta» de Schubert en la segunda parte, que tuvo otras cualidades, basadas en una interpretación cuidadísima desde la praxis misma -insistimos, el conjunto está a un alto nivel, si no compárese con otras formaciones locales o invitadas recientemente escuchadas en la ciudad-, pero menos desde la interiorización de las muy variadas opciones interpretativas que nos ofrecen obras maestras de repertorio como esta sinfonía.

No hubo atisbo de imperfección. Los violines, por ejemplo, hicieron un alarde de compenetración sonora y homogeneidad, como también los bajos de la cuerda, más sutilmente discretos en su papel, pero con plena efectividad en los momentos decisivos y ahí donde la escritura musical exige contundencia, así como un viento efectivo y cuidado, donde encontramos especialmente equilibradas y rotundas las intervenciones de la flauta. Los tempi de Schubert, casi siempre uniformemente fluidos, destacaron precisamente por la soltura y aparente facilidad interpretativa con la que se movió el conjunto a través de ellos, pero en detrimento de destacar precisos y preciosos detalles internos.

Con esta base, Mayer pasó sin adentrarse en un «Andante con moto» no sentido, en el que parecía no saber qué hacer. En el «Menuetto» se acomodó superficialmente al tempo de baile y apenas más. El «Allegro vivace» final, prescindiendo de lo directorial, destacó brillantemente por la pericia de una orquesta amoldada como anillo al dedo al desarrollo de este movimiento.

Volviendo al inicio del concierto, y tras una obra menor de un compositor de tercera fila como Roussel -si se quiere, interesante desde el punto de vista de una estética sonora que no tuvo continuidad en el desarrollo del concierto-, pareció metido a calzador como complemento a Haydn, Tchaikovsky y Schubert, nada menos. Lo más brillante de la velada vino de la mano del violonchelista Christian Poltéra. Poco a poco y desde el principio supo cautivar con un dominio del instrumento que exhibió con unas dotes innatas y naturalidad sorprendentes. Salvo alguna nota aislada en el primer movimiento, toda su interpretación fue técnica y arrolladoramente virtuosística. El fantástico sonido de su violonchelo se acomodó a la perfección a su amplia gama dinámica, en la que se encontraron no pocos pianísimos de incontestable belleza. Los cambios de posición de la mano izquierda eran indetectables a ojos cerrados y su afinación en cada juego de posiciones que propuso, perfecta. Dio siempre la sensación de una tranquilizadora -para el que observa y escucha- naturalidad, incluso en los pasajes más virtuosísticamente complejos.

La compenetración con el concertino, en la comunión de un mismo criterio de afinación, y, a través de él, con toda la orquesta, fue modélica. La contención del segundo movimiento resultó bellísima, la agilidad vistuosística en los dos movimientos extremos, hipnótica. Fue, desde el punto del criterio interpretativo, un Haydn desde el virtuosismo del solista, ajeno a una mirada estilística al clasicismo, pero como interpretación sin lugar a dudas fue excepcional y atractiva. Menor impacto, quizás, aunque siempre en esa línea, tuvieron el «Andante cantabile» y el «Nocturno» de Tchaikovsky, con los que el solista inició la segunda parte.