Ch. NEIRA

Llega tarde, media hora de retraso, por culpa de uno de esos atascos monumentales que, según el profesor del Conservatorio que lo presenta, rara vez se forman en Oviedo. Y él, un norteamericano alto cuya raza caucásica parece, sin embargo, salida de Centroeuropa, logra con el pragmatismo propio de sus compatriotas hacer olvidar al auditorio los atascos y los treinta minutos de espera. Dos perdones, un no hace falta traductor, ¿no?, ¿cuántos estudian canto?, y en menos de cinco minutos Thomas Hampson, uno de los barítonos más importantes de la escena internacional, el mismo que esta tarde actúa en las Jornadas de Piano «Luis G. Iberni» del Auditorio, hombre que también ha puesto en marcha una Fundación con su nombre para tratar de arreglar los problemas del mundo, entre culturas, entre países, a través de la música, ya tiene a una alumna del Conservatorio subida al escenario, cantando una pieza que ella misma ha elegido.

Hampson la mira, escucha, echa un vistazo a la partitura. Y empieza el espectáculo, una clase magnética, divertida, que busca transmitir a los alumnos cuestiones esenciales sobre el canto que casi tienen que ver también con la música o la vida en general. Lo primero, tres cosas que hay que tener en cuenta. Y Hampson dibuja una especie de triángulo con ambas manos, juntando pulgares e índices, y navega por los aires del escenario del auditorio del Conservatorio esa especie de brújula tripartita mientras dice que el cantante ha de tener siempre en cuenta y tratar de establecer un justo equilibrio entre, «primero, la esencia de lo que se canta, lo espiritual, el significado profundo; segundo, lo específico de lo que se canta, que incluye el idioma en el que se canta, la época, el compositor, las notas; y, por último, el puro aspecto físico del canto cuando uno canta, el cuerpo».

Los tres mandamientos del equilibrio del cantante, según Hampson, dicen que de nada sirve tener una técnica fantástica si uno no sabe, no siente, no expresa lo que está cantando. O a la inversa: por mucho que sientas una pieza, si técnicamente no la puedes cantar, tampoco funcionará.

Luego, la alumna cantó. Hampson aplaudió, pero empezó su intervención al segundo siguiente. Primera lección, que luego repetiría con el resto de alumnos a golpe de pisotón en el suelo, «¡no contraigas tu cuerpo!». Hampson ejemplificó sobre el escenario cómo el cantante tiene que mantenerse completamente erguido, nunca encorvarse, jamás hacer que la auténtica caja de resonancia que es todo el cuerpo, «en especial la parte de atrás», se reduzca. Hay que cantar crecidos y hay que hacerlo sabiendo que tiene que ser un ejercicio liberador. Segunda lección: «Si se canta bien, después de cantar tienes que sentirte mejor que nunca». Y la tercera regla de oro: «Ábrete, vacía tu cabeza y piensa en lo que estás cantando». Aquí hizo el barítono luego varios distingos. Si estás cantando una historia es importante que «pienses en lo que estás cantando y tengas en cuenta que estás contando una historia al público». Pero no es lo mismo, como sucedió luego con otra alumna, si se trata de un poema lírico, nada narrativo, en cuyo caso hay que cantar teniendo en cuenta esa función introspectiva, metafórica, poética. «Esas canciones no se pueden cantar como si fuera la CNN».

Cantar es fácil para Hampson. O, al revés, tratamos de hacerlo difícil y en el fondo de lo que se trata es de recordar que para cantar «no hace falta tomar aliento, simplemente canta, como cuando te pones a hablar, con tu madre, con tu pareja o con el policía, no tomes aliento». Y remató la lección de la respiración diciendo a los alumnos de canto que los cantantes tienen que dejar de ir por ahí como si fueran «un golden retriever», todo el rato jadeando y tomando aliento.

Lecciones esenciales, mínimas y eficaces fueron las que Thomas Hampson siguió deslizando, divertido y ágil, con los alumnos del Conservatorio. Fáciles de recordar como que cantar siempre es algo vertical, nunca horizontal.