Ha muerto Rosa Esbert. Lo supe porque lloraban las piedras de todas las catedrales del mundo. Rosa, catedrática de Petrología de la Universidad de Oviedo, fue la gran médica de familia de esas piedras que engalanan nuestra cultura en forma de monumentos religiosos y paganos. La piedra lleva años padeciendo de un mal, próximo al reuma, cuya etiología reside en la humedad creciente y los malos humos que larga nuestra civilización imprudente a la atmósfera. La piedra no se libra de la quema. Recuerdo que hace unos años acompañamos a Rosa y a su marido, Modesto Montoto, a un reconocimiento del mal de la catedral de Évora. Subimos a la cúpula desafiando la gravedad y no poco vértigo. Rosa pasó la uña por el granito. Comprobó que la roca de dureza contrastada se había metamorfoseado en mantequilla. Luego, acarició la piedra como al lomo de su gatita y me dijo que padecía como muchos humanos de encharcamiento pulmonar, pero su enfermo, la roca del monumento, ni fumaba ni hacía méritos para lo que se le venía encima, que era nuestra irresponsabilidad ciudadana, la más patógena de las bacterias. Y la piedra de la catedral pagaba las consecuencias.

El trabajo de Rosa y sus colaboradores ha supuesto un grano de arena, el más importante, para que el esqueleto pétreo de nuestras postales resista unos años más y no se vaya todo al carajo. Pero Rosa era fiel. El tratamiento a su querida piedra respetaba historia y tradición. Dijo hace tiempo en el Club Prensa Asturiana de LA NUEVA ESPAÑA: «Somos cuidadosos de no borrar ningún dato histórico». Y gracias a ese espíritu de no alteración del dato histórico, por banal que fuere, hoy sabemos los vetustenses que en la plaza del Ayuntamiento no se podía jugar a la pelota. Rosa decidió no borrar la prohibición impresa en fecha no precisa de la fachada de la iglesia de San Isidoro. Y se intuye también que un enamorado dejó la huella de su amor, tal vez imposible, con el dibujo de un corazón atravesado por una flecha, aunque algún devoto ve en ese icono el Corazón de Jesús. Devotos, amantes y alcaldes intolerantes con el esférico pululaban por el centro de la ciudad, y lo sabemos porque Rosa no borró con su tratamiento a la piedra el dato histórico.

Rosa Esbert era una catalana de proyección universal asentada en Asturias desde los comienzos de la década de los setenta. Con el corazón partido, como el de la flecha, una mitad en su tierra natal y la otra en la nuestra, repartió tanto afecto y amor que su recuerdo en ambas orillas es más sólido que su piedra. Y la tendremos siempre presente cuando en una tarde de borrina alcemos la vista hacia el rosetón de la Catedral y comprobemos que reluce su piedra sin atisbo de anemia.

Gracias, Rosa, por darle vida a la piedra, y descansa tranquila y en paz.