A pocos meses de que el teatro Campoamor cumpla sus primeros 120 años, el novísimo regidor municipal se ha manifestado poco partidario de la posible ampliación del escenario. Creo que tiene razón, más que nada porque conviene jerarquizar las atenciones en tiempos de tribulación. Eso, sin desconocer que la lírica, operística y zarzuelera, ocupa la mayor parte de la programación y ambas temporadas tienen también repercusiones turísticas, pero que están cubiertas dignamente con las instalaciones actuales.

De otro lado, a ojos de profano, el proyecto de un añadido posterior parece que rompería la estética del edificio y acortaría la distancia a lo que queda del antiguo caserón de Santa Clara, hoy Delegación de Hacienda. Desechado este propósito, al menos por ahora, no se puede ni considerar la posibilidad de ganar unos metros a costa del patio de butacas.

El Campoamor ha sido históricamente una expresión del carácter de la antigua «clase alta» ovetense, refinada y orgullosa, poco a poco diluida con el tiempo. Ese espíritu burgués, pero también culto, estuvo en los orígenes de las aficiones teatrales, musicales y literarias en Oviedo. Clarín mismo, pese a su crítica implícita de las grandes familias, participó en los orígenes del teatro que sustituyó al edificio ya decadente del Fontán y en dedicarle el nombre al autor de las Doloras y las Humoradas, Ramón de Campoamor, quien no asistió a la inauguración pero mandó mil pesetas para entregar a los pobres.

Desde 1892, la historia del Campoamor, que tan bien reflejó nuestro recordado Luis Arrones, registró una serie de acontecimientos, además de un rico y no pocas veces dramático anecdotario. Reformado en 1916, destruido en la Revolución de 1934, restablecido su uso en 1948 (con unas jornadas operísticas por San Mateo que cerraba el gran acontecimiento social del baile de la ópera), restaurado en 1990 y retocado ya en este siglo, en él hubo música, danza, revista, cine y teatro durante mucho tiempo.

Mencionaba don Agustín el interés de la nueva etapa municipal por las manifestaciones culturales relacionadas con el edificio, poniendo el acento, según creo recordar, en la pintura y el teatro. Lo que lleva a considerar de nuevo el auge que tuvo la ya aquí referida Fundación Municipal de Cultura y la labor del también mencionado concejal del ramo José María Fernández del Viso. Tengo la impresión de que la atención por el arte, con salas, distinciones y bienales, ha decaído.

Y no quiero dejarme en el tintero la alusión de Iglesias Caunedo al buen teatro que, aparte de la lírica, tan satisfactoriamente cubierta en las programaciones, carece de presencia en la ciudad. Me refiero, claro está, al gran teatro de altura -no al de simple evasión popular servido por San Mateo-, el que no sólo entretiene sino que hace pensar, que plantea cuestiones de nuestro tiempo, que gusta, desvela y propone, con actores de relieve que viven su papel y con los que el espectador se puede identificar. La lírica es importante y uno es tan aficionado como el que más, aunque un poco paleto de sabiduría, pero ese campo está ya bien cubierto. Falta, como digo, el teatro de calidad.

Ese buen teatro, el teatro por antonomasia, el de siempre y de verdad, que ya hubo entre nosotros, en el propio Campoamor, también en el Filarmónica, tan poco aprovechado, y en el antiguo Principado, es el que se echa de menos para completar la vitola de espacio de cultura que ostenta la ciudad.