Mi abuelo materno era buen anfitrión; la puerta de su casa no tenía cerradura y cualquier viandante era bien recibido en Peñaullán; de hecho, les llegaba la hora de irse y oían: «Si acabaras de llegar, ¿no quedarías otro ratín?». Pero cuando alguien invitaba a mi abuelo, también era exigente. Allá por 1923, lo invitó a cenar una señora de Pravia. El ágape fue muy escaso, con mucho florero y mucha lechuga, pero sin chicha. Al final de la velada, doña Roñosa salió a despedirlo al vestíbulo: «Don Emilio, confío en que vuelva pronto a cenar y a deleitarme con su presencia». Entonces, mi abuelo, que se ponía su gabán, volvió a colgarlo en la percha y dijo: «Señora, considere que he vuelto; ya estoy de nuevo dispuesto». Esto le diríamos los asturianos a Foro o a quien coja las llaves de la casa: ¡Consideren que ya hemos vuelto y sírvannos como Dios manda!