A don Fernando Rubio Bardón

Todavía emocionado por la noticia del fallecimiento de mi amigo Fernando Rubio, párroco de San Juan, me siento ahora a escribir unas apresuradas letras. No unas notas formales, sino las que salen de lo más profundo de mi corazón. Don Fernando era una de esas personas que se clavan en el corazón desde que uno las conoce y tuve la suerte de conocerlo desde que llegó a Oviedo, precisamente invitado por el padre Florencio, carmelita también inolvidable, en una homilía que pronunció en la antigua iglesia de estos excepcionales padres de la calle Santa Susana, hoy transformada en parroquia y también iglesia en un proyecto del famoso Zubillaga. En algún momento de nuestras vidas todos nos hemos preguntado: ¿por qué se tienen que morir las personas que queremos? Después de una vida tan intensa en lo personal y fértil en lo profesional, la perplejidad que de ordinario produce la muerte queda en cierta medida aliviada por la seguridad de que el finado seguirá vivo a través de su ejemplo y de su obra. Su capacidad de trabajo ha sido sin duda ejemplo, de la misma forma que su obra.

Cuando las personas son sobresalientes, despiertan en los que las rodean distintos sentimientos. He tenido la suerte de estar al lado de los que lo querían de un modo entrañable. Por ello casi espontáneamente me identifico con la hermana de Lázaro, la del Evangelio, para decirle al Señor: «Si Tú hubieras querido, Fernando no hubiera muerto», y, claro, Jesús siempre responde de inmediato, haciéndonos ver que así se manifiesta la gloria de Dios. Sé que Jesús llora con los amigos del Salvador, pero también sé que cuando Dios escoge a las personas y se las lleva al cielo es porque desde allí pueden hacer mayor bien.

Adiós, Fernando, mi entrañable amigo, nunca te olvidaré.