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La Bomba Del Fontán | Las Crónicas De Bradomín

Lustre dorado

El repaso de Cayo Fontán, en torno a varias copas de orujo, a toda una vida comerciando con joyas: "Eran un evidente signo de poderío"

Lustre dorado

Fue a principios de los ochenta, sin que pueda precisar el año. Solos, frente a frente, él y yo en una mesa de Casa Lobato. Cayo Fontán celebraba el cese de actividad [odiaba la palabra jubilación]. Habíamos comido copiosamente y disfrutábamos de una prolongada sobremesa. "¿Cómo te iniciaste en tu profesión?", pregunté interesado. "Por casualidad. Siempre me había resistido a continuar con el negocio familiar: pañería, telas, paquetería, etc. Un buen día un amigo y vecino de portal, propietario de un reconocido taller de orfebrería, me animó a iniciarme en la venta de joyas. Poco tiempo después, contacta conmigo Alfredo Galán [Almacenes Uría], para proponerme trabajar con él en un proyecto de prendas de piel confeccionadas: mouton doré, visonet -una perruna imitación del visón-, cordero, conejo y, a lo sumo astracán; de aquella, los visones y la chinchilla solo se veían en las películas. 'Mira, muchacho, me dijo, la posguerra está asentada y la España sórdida del luto y el alivio va remitiendo. Todo apunta a la llegada de buenos tiempos'. Pudo ser una buena oportunidad pero preferí seguir con lo iniciado". "A la vista está que acertaste", resalté para darle jabón.

Cayo continuó. "Poco a poco fui creando una red de colaboradores a comisión que me permitía ir ganando clientela, sobre todo en el pequeño comercio. Recuerdo haber realizado ventas en lugares inverosímiles: reboticas de farmacia, en la cantina de la estación del Vasco, en mercados de ganado, sacristías, prostíbulos; y, hasta en una caravana de circo. Puro frenesí por el oro y la pedrería: llamativa cadena con gran medallón reposando en la pechuga, gruesa pulsera repleta de medallas y las perlas cultivadas, lo preferido de las damas; gran sello con filigrana y piedra, más reloj de pulsera en metal noble para ellos. Todo ostentación. Era una clase media emergente donde primaban las joyas como evidentes signos de poderío". Y me lance: "¿Supongo que tendrás cantidad de anécdotas?" Entonces, comenzó el relato: "Qué te voy a contar. Recuerdo una muy buena. Tuve como clienta a la esposa de un comandante ayudante del Gobernador Militar, con la que acabe teniendo una sincera amistad. Un día me contó que padecía desde hacía años trastorno de sueño, debido a la paranoia que tenía su marido por las noches de llamar por teléfono a los cuerpos de guardia de los acuartelamientos para arengarlos y exigirles la máxima atención; además de recordarles que los enemigos de la patria, nunca descansan, están permanentemente al acecho. Ya sabes, por aquello de la conjura judeo/masónica", contó.

"A propósito Cayo, ¿qué opinión tienes de los masones?", inquirí. Frunció el ceño al tiempo que se rascaba la barbilla. "Bradomín, acabas de hacerme una pregunta de tesis doctoral. Verás, no sé qué decirte... Para mí fueron, sin duda, un influyente lobby: un contrapoder frente a gobiernos e iglesia. Proclamaban ser una organización iniciática y fraternal, adornada de parafernalia y abundante alegoría simbólica y ritual. Acompañado de una buena dosis de secretismo y leyenda". "¿Por qué dices fueron?", repuse. "Vamos a ver", contestó. "Los años pasados en el ostracismo, al menos en éste país, los relegó a una presencia casi testimonial en favor de otras membresías: por ejemplo, la masonería blanca . "Explícame eso...", dije. "Otro día, interrumpió Cayo, la clase ha terminado por hoy". Íbamos ya por la tercera copa de orujo.

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