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Maestra solidaria de costura con 92 años

Viuda desde los 26 años, Caridad Menéndez crió a dos hijos con su empresa de confección y enseña a coser a inmigrantes | "Lo mejor es hacer feliz a la gente"

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Taller de costura de Caridad Menéndez en Oviedo

Caridad Menéndez quiere hacer honor a su nombre y dice que lo que a ella le hace feliz "es hacer feliz a los otros". Enviudó a los 26 años, después de siete de matrimonio, y consagró su vida a sacar adelante a sus dos hijos, a darles estudios y un patrimonio. Con esa determinación abrió una pequeña mercería en La Argañosa, recorrió toda Asturias con una maleta llena de camisones para vender y acabó abriendo una empresa de confección, Camar, en la calle Pilares. Allí sigue, a sus 92 años, en uno de los locales que antes ocupaba la fábrica y que es de su propiedad y allí se dedica a ejercer la caridad que lleva por nombre, enseñando gratuitamente a coser a los inmigrantes que llaman a su puerta.

"Quisiera morirme aquí, éste es el sitio donde soy más feliz, después de la iglesia", afirma esta nonagenaria de espíritu indómito, que se las vio y se las deseó para salir adelante. Ser mujer no le facilitó las cosas, pero no le impidió avanzar. A ese respecto es taxativa: "Las mujeres somos más fuertes, psicológica y moralmente".

Las batallas que Caridad Menéndez libró no fueron elegidas. "La necesidad obliga", afirma. Cuando su esposo, Armando García, propietario de un taller de radios, falleció, ella dejó atrás una vida de comodidades y "con chica fija en casa". Agotó los ahorros familiares en cuidar de su marido y en una operación que fue en vano. A pesar de ello, asegura que nunca se arrepintió de todo lo que hizo por él.

Caridad Menéndez, que había sido una niña de Cabañaquinta educada con las monjas, no tuvo mucha opción. Con un pequeño préstamo de unos amigos montó una mercería en La Argañosa. Allí empezó a confeccionar camisones de franela, gustaron y se animó a salir a venderlos por toda Asturias. Cuenta que un hombre, viéndola arrastrar aquel enorme equipaje, le recomendó repartirlo en dos bultos; desconocía que por aquel entonces la mujer no tenía dinero ni para comprar una segunda maleta.

Y así fue como Caridad Menéndez se convirtió en una de las primeras agentes comerciales que rastrearon villas y aldeas con su mercancía. Sentada en mitad de su pequeño taller de la calle Pilares, donde ahora da clases a cinco mujeres inmigrantes, muestra con orgullo su carné de colegiada, con fecha de 1969, y con él el de conducir. Su primer coche, cuenta, fue un Goggomobil.

El negocio fue a más y abrió una empresa de confección, compró pisos para sus hijos y algunos locales. Lo que tiene, dice, lo hizo de la nada. "Hay que romperse más la cabeza": es la recomendación que hace a los jóvenes emprendedores de hoy. "Se puede, claro que se puede", afirma, y lo dice ella que salió adelante viuda, que cuidó de su madre enferma y que ha tenido que luchar toda su vida contra una depresión recurrente. "Hubo días que quería morirme", reconoce, un impulso que ha vencido gracias a su fe y al amor a sus hijos y sus nietos, y evidentemente a un espíritu imbatible, aunque eso sea algo que ella no menciona.

Puede que el secreto para mantenerse tan extraordinariamente vital sea su afán por aprender: "A mí todos me enseñan cosas, hasta los niños de cinco años". Tiene un ordenador en casa, que usa "para recreo", y maneja con soltura el teléfono móvil. Se entretiene haciendo arreglos de costura, con unas puntadas tan diminutas que apenas se descubren en la tela. "Hay que aprovecharlo todo, no se puede tirar nada", es otra de las enseñanzas que dirige a los jóvenes.

"Mi vida fue una lucha, pero me siento feliz", afirma. Cada día sale de su piso en la calle Asturias y va caminando hasta su taller, por la Losa. Le gusta sentarse en un banco que encuentra de camino y contemplar unos árboles que hay frente a él. Dice que en esos instantes se siente en paz y llena de agradecimiento.

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