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Elisa Saucedo, la maestra de los 100 años

Vivió la guerra, enseñó en Piloña, colaboró en el Corazón de María y ahora descansa en la residencia de ancianos del Naranco

Por la izquierda, Carmen Casado, Amanda Rodríguez, Yolanda Fernández, Andrea Rodríguez y Pepita Boto, trabajadoras de la residencia de ancianos del Naranco, rodean a la casi centenaria Elisa Saucedo. IRMA COLLÍN

La ovetense Elisa Saucedo Flórez cumplirá 100 años el próximo día 15. En la residencia de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, en la falda del monte Naranco, donde vive, ya preparan la celebración, en la que no faltará una gran tarta. Soltera, Elisa Saucedo es la pequeña de ocho hermanos.

Con una memoria envidiable, comenta que el secreto para llegar en tan buen estado de salud a una edad tan venerable se debe a que siempre trabajó mucho. "Y sigo sin poder estar quieta un momento". Ésa es su receta.

De joven fue maestra en la localidad de Vallobal, en Piloña, y también impartió enseñanza en el colegio Santo Ángel de Pravia, donde tenía una tía monja. "Siempre me gustaron los niños y disfruté mucho con ellos".

Su padre tenía la droguería Saucedo, frente a la confitería Rialto, donde se aficionó a los milhojas. Aún recuerda el día que tuvieron que salir por una ventana, durante la Guerra Civil, porque había caído una bomba que provocó un gran incendio. Encontraron refugio en el edificio histórico de la Universidad. "Pasé mucho miedo. Todavía recuerdo la droguería quemando", cuenta estremecida.

Cuando murió su padre regresó a Oviedo para cuidar a su madre, pero como el gusanillo de la docencia le seguía haciendo cosquillas empezó a dar clases particulares.

Una vez jubilada comenzó a trabajar activamente en su parroquia, la del Corazón de María. Elisa Saucedo vivió en la avenida de Galicia, frente a la farmacia de Casero, y últimamente en la calle de Comandante Caballero.

"Trabajé mucho en el ropero de la parroquia, donde era la encargada, y también daba catequesis a los niños. Siempre fue una parroquia en la que la gente se involucraba mucho, y por lo que me cuentan sigue igual", comenta con nostalgia.

De aquella época recuerda a los padres Sotillos, Valderrama y al superior, Zalacaín, entre otros, como al padre Tomás Lamillar. "También fui sacristana, un trabajo que me gustaba mucho y que me daba muchas satisfacciones personales porque siempre fui muy religiosa".

Después, cuando por cuestiones de la edad tuvo que ingresar en la residencia, hace cuatro años, a los 96, colaboró desde el primer día ayudando a comer a los más impedidos y también en el arreglo de la ropa.

"Yo quieta no puedo estar", afirma con decisión. Y cuando llega la Navidad se pone un gorro de Papá Noel y recorre las habitaciones cantando villancicos y felicitando las fiestas tocando la pandereta.

En la residencia pasa el tiempo libre leyendo -"la televisión no me gusta nada"-, tejiendo y atendiendo a las amigas que la visitan, con las que salía todos los días a una cafetería a tomar un pastel. "Siempre me gustó mucho el dulce, aunque de lo demás no como mucho".

Pero lo que más le gustaba era viajar. "La ciudad que me impresionó fue Roma, es la más bonita, y también París, y de España, Madrid y Barcelona, donde tenía una hermana". Muchos de estos viajes los hacía con la parroquia.

Con las Hermanitas de los Ancianos Desamparados asegura que está en la gloria. "Me tratan muy bien, estoy como en un hotel de los mejores, de los que ya no hay, y las monjas no pueden ser más buenas, como saben que soy llambiona siempre me dan pastelinos. Nos miman demasiado", cuenta risueña.

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