Al final de sus días, rico y famoso, pero aquejado de un grave reumatismo deformante que le anquilosaba pies y manos, Pierre-Auguste Renoir (1841-1919) seguía pintando. ¿Cómo? Se hacía atar el pincel a sus dedos agarrotados como troncos. Ése es el artista genial que durante más de tres meses (hasta el 6 de febrero) convive en el Prado con Velázquez, Tiziano, Murillo, Goya y toda la lista de los más grandes. Cortesía del Sterling and Francine Clark Art Institute (Williamstown, Massachusetts) y con el apoyo de la Fundación BBVA, 31 obras del francés han viajado desde Estados Unidos a Madrid. Es la primera vez que Renoir aterriza en España con un monográfico, pero como bien reza el título de la muestra, «Pasión por Renoir» es sólo un pequeño bocado del pintor impresionista que dejó más de 4.000 obras. Es el pequeño bocado que el coleccionista norteamericano Sterling Clark y su esposa, Francine, fueron atesorando durante cuarenta años de un Renoir del que estuvieron siempre enamorados. «¡¡¡Qué gran maestro!!! Quizás el más grande que haya existido nunca, sin duda entre los diez o doce primeros», escribía el gran coleccionista en sus minuciosos diarios.

El Renoir de esta muestra es pues el Renoir de los Clark, y el asturiano Javier Barón, jefe del departamento de pintura del siglo XIX del Museo y comisario de la muestra, ha elegido una sala pequeña, recoleta, situada en la galería central, en pleno corazón del Prado, donde los deliciosos lienzos de Renoir «se ven mejor». El comisario destaca que el maestro visitó el Prado en 1892, y, aunque las obras que se muestran son casi todas ellas anteriores a esta visita, es inevitable encontrar las influencias de los que admiraba. Quedó fascinado, nos cuenta Barón, por Velázquez y por Goya y celebró especialmente la «Familia de Carlos IV». Pero si de buscar influencias se trata hay que contemplar a Renoir mirando a Tiziano y a Rubens. Este último comparte protagonismo con él en una muestra «panorámica» (los cuadros se presentan pegados unos a otros) desde el viernes hasta el 23 de enero en Madrid.

¿Y cómo se verá Renoir en el Prado? Ésta era una de las cuestiones que inquietaban ante la muestra. Barón contesta sin dudarlo, «éste es un lugar donde se le puede comprender muy bien», donde Renoir parece estar cómodo dialogando con los genios a los que admiró y de los que supo beber sabiamente. En palabras de Miguel Zugaza, director de la pinacoteca madrileña, aquí se ve «con ojos nuevos».

Ausente en las colecciones españolas como otros impresionistas -hasta la apertura del Museo Thyssen-Bornemisza- esta pequeña joya del Clark nos muestra «los mejores períodos de la obra de Renoir», su etapa impresionista y el posterior viaje a Italia a través de todos los géneros que cultivó: retratos, desnudos, paisajes, delicadas figuras femeninas llenas de aniñada sensualidad, naturalezas muertas y flores. Renoir, nos recuerda el comisario, es «un maestro de la tradición más pictoricista, de la tradición del color, de la sensualidad y de la pincelada amplia, suelta y libre». A cambio, el Prado prestará algunos desnudos para la ampliación del Clark Art Institute en 2014.

Tras atravesar la sala principal del Prado nos adentramos con Barón en el delicado Renoir que nos saluda mirándose al espejo en dos autorretratos que el comisario aprecia especialmente. En el primero, de 1875 -el pintor tiene 34 años-, aún no ha triunfado. El impresionismo era una renovación que todavía no había sido asimilada y más bien estaba siendo rechazada por la crítica y la mayor parte del público. Quizá por ello su mirada es inquieta, desasosegada, como de quien se interroga sobre su futuro. El pintor empasta su propia cara para sacarla de un fondo muy diluido. Al lado, otro espejo: esta vez veinticinco años más tarde, en 1899, cuando ya su talento era reconocido. Entonces el pintor, maduro, aparece en una escena más armónica, mucho más serena y tranquila, menos preocupada de su elegancia, de su personalidad. A Barón le fascinan ambos porque «nos muestra la sinceridad de su enfrentamiento con su propia imagen».

Y comienzan las figuras femeninas, uno de los temas principales del maestro, donde «muestra mejor su gusto por la mujer como asunto que le permite tratar la sensualidad, la vitalidad asociada a las muchachas jóvenes», explica Barón. En las décadas de los 70 a los 90 muchos pintores eligen ese particular momento de transición de la adolescencia a la juventud de las muchachas. Se trata de una etapa en la que los artistas detectan un especial encanto, en la que intuyen que ocurre algo muy interesante. Ése es el misterio que Renoir capta en obras como «Retrato de una joven (La ingenua)» de 1874, en la «Muchacha haciendo ganchillo» (1875), en su «Muchacha con abanico» (1879) o en la «Niña con ave (mademoiselle Fleury vestida de argelina)» (1882).

Pinta también a la esposa de su amigo y compañero Monet leyendo en un interior con marcados guiños al arte oriental. Mme. Monet lee absorta, ensimismada. Y es que las mujeres de Renoir muchas veces no están posando, dejan de ser modelos para ser humanas y entonces el artista no capta unas meras formas, sino un pedazo de vida que luego muestra al espectador.

Con frecuencia retrata a jóvenes pertenecientes a la burguesía, hijas de marchantes como Paul Durand-Ruel, esposas de amigos, pero Renoir también deja que se cuelen casi imperceptibles retazos de mundos más sórdidos como es el caso de la «Muchacha dormida» (1880), un lienzo de claro erotismo que presenta a Ángele, una joven de Montmartre de no muy buena reputación que, tras una larga noche de juerga, se queda exhausta, dormida. Y Renoir la pinta, aniñándola, dulcificando la sordidez de su vida e incluso borra (aunque con el tiempo ha ido trepando) una botella de licor que estaba a los pies de la figura. La perfección y la alegría no están reñidas con la realidad: No es frecuente en un Renoir que parece huir del envejecimiento o la decadencia, pero cuando pinta un magnífico cesto de apetecibles y jugosas manzanas, una de ellas, en primer término aparece claramente podrida.

Más allá del retrato, las mujeres de Renoir están absortas en su tarea, en la lectura, en el ganchillo, en la escritura de una carta, en el baño. Y aquí Barón hace una precisión determinante: «Mientras que otros pintores se acercan a la mujer con una distancia absoluta» (y pone el ejemplo de Degas, a quien se acusa de una misoginia que le lleva a pintar mujeres con la misma distancia que caballos), «Renoir establece una comunicación cálida con la modelo. No hay duda de que a ambos les interesa el motivo femenino, pero Degas se acerca a la mujer con un carácter analítico, con una especie de racionalidad separada afectivamente del motivo. Nada que ver con la corriente de calidez entre Renoir y la modelo que luego nos devuelve hacia el espectador».

Y si Renoir se deleita en la piel de las muchachas dándoles tonos violáceos, amarillos y luego tornándose más dorado, explorando interiores con exóticos guiños al arte oriental, indagando en la vida cotidiana de la burguesía, también adora los paisajes. En su mayor parte representan la costa de Normandía, pero Barón asegura que Renoir es siempre el pintor del Mediterráneo. Y se alejaba unos kilómetros de París para pintar «El puente de Chateau» (1875), un delicado estudio de los reflejos del agua que busca el punto de inflexión entre la ciudad y la campiña y en el que parece inspirarse en Monet. Naturalezas muertas y flores son también un capítulo importante muchas veces insertas en un retrato, en un escote, otras veces como motivo único («Peonías», 1880 o «Ramo de flores» de 1879). De hecho, el comisario comenta que se siente más cómodo con las flores que con las modelos. Quizá por ello la esposa de Renoir siempre le preparaba flores para que pudiera pintarlas, para que el «pintor de los mil colores» pudiera jugar con sus pinceladas amplias y sueltas.

Siempre en busca de inspiración, viaja a Italia en 1881 para recorrer museos y estudiar a otros maestros, especialmente la pintura renacentista de Rafael. Y se encuentra con Ingres y así, en plena crisis creativa, trata de reintroducir el dibujo en su pintura desvinculándose del impresionismo. Sus figuras habían quedado absorbidas en el entorno y el pintor busca ahora realizar creaciones más equilibradas. Tras su viaje, del que quedarán delicadas vistas de Venecia o Nápoles, Renoir se vuelve «más Rubens», recupera el desnudo de la mujer mostrando libremente su sensualidad y recuperando el pictoricismo de Tiziano. De esta época son las bañistas de contornos nítidamente marcados y cuerpos con volumen que evocan la futura pintura del colombiano Botero. Pero este nuevo Renoir que interesó especialmente en la época no era del gusto de Clark. Sincero como siempre en sus diarios no se molestaba en contener sus ataques de sinceridad refiriéndose a esas obras como: «el Renoir asalchichado», o «el de miembros inflados». No importa porque en esos mismos cuadernos el coleccionista escribía: «Nadie ha tenido jamás un ojo tan sensible a la armonía del color».

El hijo del sastre, el chico que pudo haber sido músico, el de los mil colores, al final de sus días, con apenas 50 kilos de peso, seguía entusiasmado y enérgico: se hizo transportar a París para visitar el Louvre y admirar por última vez las «Bodas de Caná» del Veronés. Y cuentan que poco antes de morir exclamó jocosamente humilde: «Creo que estoy empezando a aprender algo sobre pintura». Parece que «algo» había aprendido. Barón lo resume sencillamente: «Es un gran amante de la pintura y de la vida. Lo que quiere es pintar. Pinta hasta el final y en las condiciones más adversas, extraordinariamente interesado en plasmar en la pintura la vida y la felicidad para que llegue a la gente de un modo muy inmediato».

Habrá a quien este Renoir le sepa a poco. Un par de ellos más («Mujer con sombrilla en el jardín «(1875) y «Campo de trigo» (1879) nos esperan muy cerca de aquí, en el Museo Thyssen, que a partir del 16 de noviembre abrirá también «Jardines impresionistas». Buen provecho.

Es la joya de la exposición y le sirve de cartel. Realizada antes del viaje de Renoir a Italia, aún en el momento impresionista. El maestro «ya es dueño de todos los recursos característicos de su pintura», recalca Barón. Las dos muchachas, una de frente y otra de perfil, muestran dos aspectos distintos de la feminidad, incluso contrapuestos: una rubia, otra morena, una vestida con una elegancia más sensual, otra más recatada incluso en su postura. Es una pintura rehecha. Originariamente aparecía en el fondo una figura masculina que la radiografía ha revelado. Luego el pintor la eliminó.

Era el cuadro preferido de Clark. Fue pintado en 1881 durante su estancia en Nápoles. El marchante Durand-Ruel se lo compró a Renoir. Diez años más tarde Clark se hizo con la obra y la utilizaba como parámetro para juzgar otras pinturas

Lo de Francine y Sterling Clark era una desmedida «pasión por Renoir», como reza el nombre de la muestra. El padre de Sterling era coleccionista y él había heredado el gusto por la pintura. Fue un experto autodidacta. Rechazó la cómoda vida familiar en América y viajó por todo el mundo antes de asentarse en París, donde está al tanto de las exposiciones y del mercado de arte. Su esposa, actriz de la comédie française, fue muy influyente en su gusto y juntos reunieron una de las mayores colecciones del impresionista francés. Durante muchos años la colección se mantuvo oculta, hasta que en 1955 inauguraron el centro que hoy, además de albergar su flamante conjunto de pintura, es un referente en estudios de arte. Compra el primer Renoir en 1916 y hasta el 52 siguen comprando cuadros. Esta colección está profundamente marcada por el gusto de Clark a la hora de hacer sus personales compras. Por sus diarios conocemos que prefería al Renoir de los 70 y 80, el de las figuras sensuales, abandonadas, mientras que denostaba al de los últimos años calificándolo de «asalchichado».

Pasión por Renoir

Del 19 de octubre al 6 de febrero

Martes-Domingos de 9:00 a 20:00

El acceso a esta exposición permite visitar la colección permanente de El Prado.