Si no fuera porque los tiempos cambian que es una barbaridad, se podría decir que España, al igual que le sucede a Italia, es un país muy poco esponjoso cuando se trata de absorber hábitos culinarios de otros lugares. Ya digo que avanzan los tiempos y con ello mudan las costumbres, pero hasta no hace mucho, de nuestro pasado colonial, apenas habíamos sacado en limpio los llamados pinchitos morunos que no eran otra cosa que una versión cateta y bastante adulterada de las brochetas de carne especiada que se comen en el norte de África, los kebabs y las keftas del Próximo Oriente. No se puede decir, además, que no hayamos tenido la oportunidad de incorporar a nuestra dieta el resultado de la experiencia en Asia (Filipinas), el Caribe o la misma África. Sin embargo, con las cocinas de fuera nos ha pasado igual que con los idiomas extranjeros.

Francia, donde el interés por la gastronomía no se reduce simplemente a una cuestión de moda y a un grupo distinguido de cocineros, ha incorporado a su acervo culinario no pocos platos o productos procedentes de Indochina, el Magreb y de sus posesiones del Índico, como es el caso de la Isla Reunión que cuenta con una de las cocinas criollas más ricas que existen. Cualquier día propicio para las sensaciones fuertes les contaré algo de la salsa rougail. Sigamos; en Portugal, la aventura de ultramar está presente en los hábitos culinarios desde la influencia goesa -el vindalho, el balchão o las samosas- hasta las muambas, las matatas, el piri-piri o las cabidelas africanas.

Pero también hay países de nuestro entorno donde jamás podrán tirar cohetes por su cocina tradicional y que, sin embargo, han sabido adaptarse a lo de fuera haciendo de ello una tradición. Me refiero a los casos de Birmingham con el balti, el famoso curry local, toda una experiencia para el que visita la segunda ciudad de Inglaterra y a Holanda, que hizo del rijsttafel, su variada mesa de arroz, de origen indonesio, la suma gastronómica más interesante de un país con una reputación culinaria horrible, incluso entre los propios holandeses.

Si hablamos de Birmingham hay que hacerlo del «Triángulo Balti», una zona poblada de restaurantes que sirven el afamado curry que se cocina en una olla de hierro o en un wok chino. El balti lo trajeron a la ciudad a mediados de los años 70 los miembros de las populosas comunidades originarias de Pakistán y Cachemira y lo fueron perfeccionando los cocineros locales hasta adquirir el punto que lo hace diferente a otros currys que se pueden comer, bien en la isla o en India. El llamado «Triángulo Balti» se halla a dos millas al sureste del centro urbano en los barrios de Sparkbrook, Balsall Heath y Moseley. Los locales donde se sirve este tipo de comida son muy populares; en las «balti houses» no se servía inicialmente alcohol, lo que libraba a sus propietarios de cotizar por la elevada tasa de las bebidas y así podían mantener unos precios muy asequibles en las cartas. Lo habitual en los clientes era llevar vino o cerveza para acompañar el curry. La casas especializadas en balti, un término discutido, que podría venir de una deformación del vocablo cachemiro bati que se usa para designar a las ollas o bien de la comarca de Baltistán cercana al Tíbet, se han extendido por otros lugares de las Midlands occidentales y del Reino Unido. El curry de Birmingham se acompaña como otros currys de arroz blanco y de naam, uno de los panes indios tradicionales.

Sin embargo, el caso más notable de adopción culinaria es el del popular rijsttafel holandés. Quienes hayan estado alguna vez en Holanda habrá visto familias y grupos de amigos sentados en torno a una mesa de arroz, compartiendo los platillos que se sirven alrededor y que suelen preservar su calor gracias a velas, braseros o lámparas de alcohol. Ha sido seguramente la modesta cocina local la que ha llevado a los holandeses a abrazar por necesidad el rijsttafel de los colonos de Indonesia como algo genuinamente holandés. De no ser así, la cocina tradicional de los Países Bajos se reduciría al insípido hutspot, un cocido de carne, patatas, cebolla y zanahoria, que la historia atribuye a los defensores de Leiden, aunque más justo sería hacerlo a sus sitiadores españoles. Según se ha dicho, los soldados cuando abandonaron el asedio dejaron atrás pucheros de garbanzos sobre los que se arrojaron los famélicos residentes de la plaza. La costumbre del puchero se perpetuó, salvo los garbanzos que dejaron aquellas tierras a la vez que lo hicieron nuestros tercios.

También habría que referirse a los maatjes. Al hablar de Holanda, uno no se puede olvidar de los arenques jóvenes. Marinados o en salmuera, se comen en cualquiera de los puestos callejeros dedicados a ello; es costumbre cogerlos por la cola, levantarlos por encima de la cabeza y llevarlos a la boca, todo ello con un estilo algo más depurado que el de las focas cuando dan saltos para pillar los peces al vuelo.

Algunos se preguntarán en qué consiste el rijsttafel. Lo dicho, en torno a un gran cuenco de arroz se sirven una docena o más de platillos diferentes: son característicos los llamados sambal (goreng, kacang, iris o ulek) a base de chiles fritos, pasta de esos mismos chile, cacahuetes, etcétera); el rendang, un curry de carne de buey aromatizado con coco; el babi kecap, cerdo braseado en salsa de soja; el bebek betutu, pato asado en hojas de plátano; el daging semur, tiras de buey frito con salsa, y el gado-gado, vegetales cocinados o crudos con salsa de cacahuete. En el rijsttafel suelen abundar también los platillos con pasta frita de gambas, rollos de primavera y plátanos fritos.

En Amsterdam, una buena dirección entre las decenas de lugares donde se puede comer el rijsttafel, es la del restaurante Long Pura (Rozengraacht 46-48), muy cerca de la casa de Anna Frank. Por si van a la capital de los canales y les apetece intentarlo.