2 Luis M. Alonso

He vuelto a leer las páginas londinenses de Julio Camba, del que pronto se cumplirá el cincuentenario de su muerte. Para Camba comer bien era muy importante; de hecho los últimos años de su vida como inquilino solitario del Hotel Palace era lo único importante. Aunque anglofilo para algunas cosas, no tuvo más remedio, una vez en Londres, que adaptarse a la peculiar y triste circunstancia culinaria del país que le acogía. Lo hizo con su característico sentido del humor. Evidentemente, el Londres de Camba no era el actual en cuanto a placeres de la buena mesa, pero había ciertos sitios como el Rules o el Simpson's que servían para contentarse en un país donde el desayuno y el té eran las comidas más interesantes del día.

El Simpson's sigue ahí, a dos pasos del Savoy, en el Strand, manteniendo la tradición del joint (carne de buey, ternera, carnero con patatas y coles hervidas, sin más acompañamiento que su propio jugo), el carver (el cortador) y el carrito del carnero. Mientras, el Rules se encuentra un poco más al norte, en Maiden Lane, y sirve a sus clientes desde 1798. Joseph Cecil Wingard le dedicó un largo poema («Here one may dine most splendidly, / On game and fish and english tea / Here oysters, ugly though they be...»). Los pescados, el salmón y las ostras siguen siendo las especialidades de la casa, al igual que el pato, el cordero, el pastel de riñones y el osobuco de venado.

El gran periodista gallego, al hablar de la cocina inglesa, destacaba siempre las carnes y los pescados, que los ingleses han tenido por costumbre hervir. Salvo en el caso del roastbeef. Luego, venía lo que él describe como una serie de papillas, cremas, sopas de leche, confituras y mermeladas, que, a su juicio, revelaban el infantilismo de un pueblo. Teniendo en cuenta el axioma de que en Inglaterra no se come, sino que se desayuna o, en último caso, se mantiene por medio del rito del joint, Camba explicaba que habría que tener presente también el hecho de que en ese país sólo comen unos cuantos, y que todos los demás, en vez de ello, se dedican a hacer juegos de prestidigitación con el cuchillo y el tenedor.

Pese a ello, uno no lo puede negar absolutamente todo de la comida tradicional inglesa y menos de su posterior renacimiento a través de briosos cocineros como Gordon Ramsay o Heston Blumenthal, que sigue ocupando el podio de los grandes chefs, incluso después de haber intoxicado a decenas de comensales, o el mediático Jaimie Oliver. En Inglaterra, o de lo que queda de ella, hay una interesante materia prima. Para empezar unos quesos notables: su majestad el Stilton, el Cheddar, el Lancashire, el Caerphilly, el Cheshire, el Double Gloucester o el Harbourne Blue jamás me dejarían mentir. Además de las carnes de bovino, sobre todo de la raza escocesa Aberdeen-Angus, y del carnero, la caza produce ciertas singularidades como la foja, de los cenagales de Yorkshire, una de las aves más apreciadas en los fogones británicos, que se alimenta de hierbas silvestres aromáticas, lo que hace que su carne, además de una ternura envidiable, adquiera un perfume especial. Ha sido y es tradición comerla el doce de agosto. Los salmones y las truchas de Lancashire y Devon son también bocados dignos de tener en cuenta en Gran Bretaña. Por último, están los inevitables puddings, cocidos en el horno al baño maría, que se distinguen de los pies (pasteles), porque para hacerlos se utiliza una mezcla de harina que incluye levadura en polvo y, en vez de manteca, sebo de vaca. Ejemplos son el famosísimo pudding de Yorkshire, que acompaña habitualmente al roastbeef, y el steak and kidney pudding, relleno de filete troceado de ternera en dados y de riñones. La mezcla lleva chalotas, vino de Oporto y salsa Worcestershire. Estas, y algunas otras, son las que han mantenido la legión de elegidos de Camba, los que no se dedican a los juegos de prestidigitación con el tenedor y el cuchillo, o se atiborran de fish and chips y, lo que es peor, de cantidades insanas de fast food.

César González-Ruano, tan distinto del autor de Aventuras de una peseta, mantuvo con Julio Camba una postrera relación de respeto, precisamente cuando al periodista gallego sólo le preocupaba que o bien le invitasen a comer o que le dejasen en paz. Ruano tenía una mística literaria, como él mismo solía escribir. A Camba, sin embargo, escribir le llegó a importar, en la última etapa de su vida, un pepino. Incluso bastante más que un pepino. «Prefiero morir de hambre», llegó a decir una vez. Otras, habiendo dado tantas páginas admirables, repetía: «Odio al que inventó la imprenta». Cuando en un periódico publicaban algo referente a él pasaba la página con hastío y desdén. Según cuentan quienes lo trataron, la suya no era una postura esnob, ni de vanidad, simplemente era el hombre cansado del hombre. Desdeñoso de todo y de todos, empezando por él mismo, se escondía del mundo en aquella esquina solitaria del Palace con su pose de gato de tejado y cualquier cosa, salvo los placeres de la comida, le traía sin cuidado.

-Pero a usted ¿hay algo que le importe además sentarse a una mesa? -le preguntaba Ruano.

Y Camba hurgaba sin éxito en los desvanes de su memoria tratando de encontrar una respuesta. No se movía de su butaca al lado de la calefacción. No era fácil llevarlo por ahí a dar una vuelta. Su indiferencia llegó ser una obra de arte, como él mismo lo era. Lo primero que preguntaba cuando alguien le proponía ir a algún sitio era: «¿Se come bien?». Lo segundo, más que una pregunta, se resumía en una condición. «Bueno, pero a mí hay que traerme luego al hotel». O, también, surgía una tercera inquietud. «Y ¿quién más viene?». Don Julio no se iba con cualquiera y mucho menos a compartir mesa y mantel. «A la hora de comer hay que saber tanto lo que se come como con quién se come, y cuando nuestros anfitriones se nieguen a decírnoslo será cosa de llamar, según los casos, a la Dirección General de Seguridad o al Laboratorio Municipal», escribió.

El propio César González-Ruano, en la necrológica del gran maestro del periodismo, contó que la muerte le había invitado a cenar y que como prometió traerle de vuelta al hotel Camba había aceptado la invitación sin pararse a pensar que no lo haría. «Y eso no se hace», apostilló Ruano en aquel gran obituario.