A Teófilo R. Neira, por su admirable y pionera labor en pro de la recuperación de Fernando Vela.

¿Quién le iba a decir a Ortega que, precisamente en aquella tierra en la que la niebla impedía ver el fondo de los valles y sus contornos, terminaría por encontrarse, como el propio maestro dejó escrito, con «la mente más clara» que había conocido, es decir, con Fernando Vela? ¿Quién le iba a decir a Ortega que sería precisamente Asturias el principal vivero de su luminoso magisterio? Éste es el inventario: Fernando Vela (1888-1966), Valentín Andrés Álvarez (1891-1982), José Gaos (1900-69), Pedro Caravia (1902-1984) y Manuel Granell (1906-1993).

Si algo caracteriza el temperamento de Vela que marcaría también toda su obra, es no sólo su claridad, sino también esa elegancia contenida que le llevó siempre a no deslumbrar al lector, sino a proporcionarle las claves necesarias para los descubrimientos intelectuales que iba proponiendo. La claridad de Vela no es cegadora como el sol de Castilla, sino agridulce como nuestro paisaje en su mejor sazón. No hay estridencia; hay ese descubrimiento que emerge bajo la niebla y que desbroza caminos que van en busca de aquella altura de los tiempos por la que tanto clamó su maestro.

Vela renunció a los oropeles y a las glorias efímeras. Una parte muy significativa de su obra periodística ni siquiera lleva firma, pues se encargó de escribir muchos de los editoriales del diario «El Sol», que tanta influencia tuvieron en el advenimiento de la II República. Y, por otra parte, utilizó con mucha frecuencia los seudónimos, incluso para escribir sobre economía.

Vela se identifica con la discreción del paisaje asturiano que tanto gusta de ocultarse. Un paisaje asturiano que describió admirablemente tomando prestados los ojos de Jovellanos por el Gijón de su época, haciendo lo propio con la mirada de Clarín por Oviedo. Y, en ambos casos, además de la belleza de página, está también ese tono agridulce y melancólico que intenta expresar lo arcano e insondable. Y está, en fin, su afán de periodista mostrando al lector un presente histórico que no ha caducado.

Paisaje asturiano también de interiores cuando habla de las casas con chimeneas de leña como escenarios pintiparados para contar historias. Paisaje para sus propios barruntos, cuando ve en el cielo llanisco nubarrones que sintonizan con el vendaval existencialista que se apoderó de Europa tras la II Guerra Mundial. Paisaje asturiano; cuando da cuenta del significado en sus días de infancia de la torre de la catedral de Oviedo; cuando observa los faros de nuestra costa a los que se acercaba; cuando explica con admirables pinceladas algunos días de playa.

La Asturias de Fernando Vela, en lo geográfico, tiene tres principales focos: en primer término, el Oviedo que lo vio nacer, con la permanente referencia de Clarín; en segundo lugar, la ciudad de Jovellanos con el Ateneo Obrero y el diario «El Noroeste». En el primero, su protagonismo como «agitador cultural», fue decisivo. En el segundo, a partir de 1913, empezó a escribir marcando la pauta de abrir caminos a la modernidad, pauta que no abandonaría nunca. Y, en tercer lugar, el oriente de Asturias, tanto su casa familiar como sus veraneos en Llanes, localidad en la que falleció el 6 de septiembre de 1966, jugando una partida de ajedrez en el Café Pinín. Curiosamente, Juan Antonio Cabezas, en la memorable necrológica que escribió sobre Vela en el diario «ABC», tuvo que recordar al público lector español que el que fuera secretario de la «Revista de Occidente» había nacido en Oviedo.

Acaso la mayor aportación de Vela como descubridor del significado de nuestro paisaje esté sobre todo en la relación que establece entre la música más genuinamente asturiana y los rincones más nuestros. Es lo que plantea al hablar del cancionero de Eduardo Torner. Prestemos atención a estas palabras: «Cuando la canción baja a la ciudad, los asturianos la toman a guisa de espectáculo teatral; gustan del propio elemento pintoresco étnico, como extraños, como turistas de sí mismos, y no la honda emoción de la confusión propia con la raza... Y es casi lo único que nos queda del pasado. De toda la enorme montaña petrificada de sucesos y acaecimientos, fluye tan sólo este hilo de fresca voz por la garganta de una moza. La canción popular es pulida y redondeada, como las cosas antiguas que se encuentran en el mar: guijarros, veleros curvos. Es la melodía del paisaje: el paisaje es el vago fondo sonoro donde las notas caen como en un mar de armonía abierto bajo ellas; como toda armonía, el paisaje la destila y la embebe del tiempo. No se sabe de dónde sale; la cantan los humanos juntos -diríamos otra vez recordando a Pascal- entre la niebla. Hay momentos en que nuestro paisaje tan diverso, tan repleto de detalles prolijos, se unifica, se sinfoniza; en esa masa sonora se dibuja una línea tenue; por allí se melodiza el paisaje; le sirve de voz cualquier hombre que va por una senda, y la misma senda no es más que una melodía que ondula.... Cuando suena la canción, el paisaje asturiano se organiza».

No olvidemos que, entre las múltiples facetas de la obra de Vela, está también su pasión por la música; buena prueba de ello es su excelente biografía sobre Mozart. Pero aquí se trata de hermanar paisaje y paisanaje, de explicar el significado de Asturias tomando como instrumento nuestra música popular que, como dijera Ortega de la niebla, es el aliento que sube a bocanadas hasta los altos, con tanta magia como significado.

Sigamos escuchando a Vela: «Todos los procedimientos musicales pueden servir para la descripción, pero sólo la melodía evoca: en esto está su valor inextinguible. Nuestra tierra verde -esta Groenlandia- puede ser evocada con sólo una canción. No necesitarían nuestros músicos acudir a otros elementos pictórico-musicales como para evocar los países del sol... Todo el mundo conoce melodías asturianas, pero la mayor parte de las que han traspasado el Pajares son canciones eruditas un poco lamidas por una larga inmersión en el pueblo... La canción se descubre andando; pero, aunque se encuentra a la vuelta de cualquier camino, hay en Asturias yacimientos de mayor espesor que otros, lugares privilegiados de folclorización. Están en sitios inverosímiles, porque la canción necesita clima de altura, y hay que sufrir mil penalidades para decantar a una de estas criaturas sonoras, como alguien llamó a las melodías, y traerla a la ciudad».

Toda una propuesta etnográfica con ambición intelectual planteada con una prosa de altura de un excelente escritor que también pretende «llevar a la plenitud de su significado» aquello que aborda.

No sólo no se puede entender la Asturias que emergió a principios del XX sin la figura de Fernando Vela, sino que además tampoco se puede prescindir de sus textos paisajísticos para disfrutar, no sólo de una admirable voluntad de estilo, sino también de una visión de Asturias que asombra por su perspicacia y su carga de profundidad.

En todo caso, no hay que perder la esperanza de que esta tierra decida algún día recuperar su mejor memoria, donde tiene parada y fonda definitiva la figura de Fernando Vela.